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martes, 31 de diciembre de 2013

{ a mi abuela materna, rosario }

el pentagrama de la vida
foto: © Cártobas NicOh


Rosario, "siña Rosaria" para los conocidos, fue mi abuela materna. ¡Qué carácter! y ¡qué mujer! no había quien le tosiera, y pobre de quien pretendiera tomarle el pelo, ¡salía por patas!
Como una roca, y sin pelos en la lengua. Empero, en generosidad y honestidad, era única. 
Una de sus máximas que, a su vez, mi madre me ha transmitido: "Es mejor hacer bien que mal". 
De la misma forma, yo se lo he susurrado a mi hija. Confío que ella haga lo mismo con sus descendientes.

En Vilar, tierra que la vio nacer y morir, bajo aquel viejo castaño y sobre un gastado banco de madera aprendí a "cochar" los chinchos, las xoubas y limpiar todo tipo de pescados, bajo su atenta mirada y sus expertas manos. Recuerdo con dulce melancolía la gran expectación del no olvidable ritual de sacar agua del pozo, y ella me dejaba, eso sí, sin quitarme ojo de encima. Retirar la tapa, soltar el cubo dejar que se llenase de agua, y tirar de la cuerda sobre la polea me encantaba, pocos recuerdos me producen tanta satisfacción como estos. Me reconfortan, forman parte de mi génesis particular.


Después vendrían aquellas caminatas desde Vilar a Montemogos atravesando caminos inexistentes ya, pero que todavía conservo en mi mente: flanqueados por pinos, eucaliptus, castaños y demás flora y fauna que pululaba a nuestro alrededor, apartando zarzas, esquivando troncos, rodeando pedruscos (como la vida misma)... Y su mano, su firme, áspera y a la vez suave mano, sujetando la mía, guiándome. Cómo extraño aquella sensación de seguridad, de saberme guiada.


Era directa, sin ambages, y áspera, como la tierra que durante tantos años trabajó; y, sin embargo, su mirada (que tengo bien presente) era limpia como el agua de nuestro pozo y cálida como el pan que amasaba. Intentabas besarla y te regañaba -ahora me sonrío-  porque sé que no sabía encajar ese tipo de gestos. Siendo niña me desconcertaba y hasta la temía. Intentar besar a la abuela era, cuando menos, un acto heroico. Llegar, besar y echar a correr era todo uno. Ufffffffffffff...


Mi abuela es eso: olor a masa para empanada, hígado encebollado en la matanza del cerdo, chorizos ahumados sobre la cocina de hierro, desplumar pollos y eviscerarlos, sulfatar las vides....


Y esos momentos dentro del hórreo, mágicos donde los haya, desgranando mazorcas de maíz, colgando los ajos, las cebollas, esparciendo las patatas. Ella sobre su banco, enfrente yo, contemplando con asombro cómo aquella anciana mujer desprendía tanta belleza, sabiduría y serenidad. 
Cuando me siento perdida abro la cancela de aquel portal, y al final del estrecho pasillo está ella: sentada sobre su chiquito banco de madera, me espera, sujeta mi mano y me conduce al interior del hórreo y allí me recuesto sobre su regazo y me duermo, cual niña desamparada que ha encontrado por fin su refugio.

Fue justa, valiente y sabia. Y honesta, muy honesta. No le quitaba el sueño matar una gallina, ni un cerdo, pero sí engañar a los demás. Abuelas como la mía nos podrían dar muchas lecciones de vida y ante la vida.


Una gran señora, con su pañuelo amarillo amarrado a la cabeza, delantal gris y vestido negro. Así te recuerdo, abuela. !Ah! y esa precisa trenza que con tanta habilidad te hacías a diario en tu gris y elegante cabello. Todavía me sigue asombrando tu destreza con aquel diminuto peine, un poco de agua sobre la palangana y el riguroso movimiento de tus manos. Hermoso ritual que tuve la fortuna de presenciar y cuánta belleza y elegancia en tus gestos.

Ahora ya sé a quién veo en el reflejo de mi espejo. A ti.



Cártobas NicOh





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