"No desesperes, ni siquiera por el hecho
de que no desesperas.
Cuando todo parece terminado, surgen
nuevas fuerzas.
Esto significa que vives."
Franz Kafka
Cuando Gregorio Samsa se despertó una
mañana después de un sueño
intranquilo, se encontró sobre su cama
convertido en un monstruoso
insecto. Estaba tumbado sobre su
espalda dura, en forma de caparazón
y, al levantar un poco la cabeza veía
un vientre abombado, de color
pardo, dividido por partes duras
abombadas, sobre cuya protuberancia
apenas podía mantenerse la manta con
la cual se cubría, a punto ya de
caer al suelo. Sus muchas patas,
ridículamente pequeñas en comparación
con el resto de su cuerpo, se movían
sin concierto ante la
incredulidad de su mirada.
«¿Qué me ha ocurrido?», pensó.
No era un sueño. Su habitación
permanecía tranquila, entre las cuatro
paredes harto conocidas.
Por encima de la mesa, sobre la que se
encontraba extendido un
muestrario de paños desempaquetados -Samsa era
viajante de
comercio-, estaba colgado aquel cuadro que hacía poco
había
recortado de una revista y había colocado en un marco
dorado.
Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una boa
de piel,
que estaba allí, sentada muy erguida y levantando hacia
el observador
un pesado manguito de piel, en el cual había
desaparecido su antebrazo.