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sábado, 18 de enero de 2014

{ mujer y gata } · paul verlaine

autorretrato
foto: © Cártobas NicOh


La sorprendí jugando con su gata,
y contemplar causóme maravilla
la mano blanca con la blanca pata, 
de la tarde a la luz que apenas brilla. 

¡Como supo esconder la mojigata,
del mitón tras la negra redecilla,
la punta de marfil que juega y mata,
con acerados tintes de cuchilla!

Melindrosa a la par por su compañera
ocultaba también la garra fiera;
y al rodar (abrazadas) por la alfombra,

un sonoro reír cruzó el ambiente
del salón... y brillaron de repente
¡cuatro puntos de fósforo en la sombra!

Paul Verlaine









sábado, 4 de enero de 2014

{ los pasos perdidos } · alejo carpentier

au(e)sencia
foto: Cártobas NicOh



"Llego a preguntarme a veces si las formas superiores
de la emoción estética no consistirán, simplemente,
en un supremo entendimiento de lo creado.
Un día, los hombres descubrirán un alfabeto
en los ojos de las calcedonias,
en los pardos terciopelos de la falena,
y entonces se sabrá con asombro
que cada caracol manchado era,
desde siempre, un poema."


Alejo Carpentier





miércoles, 20 de noviembre de 2013

{ noviembre }


Hay días que son muros.
Noches que son renuncias
Hay márgenes habitables
en sílabas de tiempo.
Hay vacíos que vierten
recuerdos abstrusos.
Llovizna y niebla.
Coronas sin rey.
Noviembre.

Cártobas NicOh







viernes, 25 de octubre de 2013

#la capilla

#luz divina
foto: © Cártobas NicOh

Desde hacía un año era el responsable de la pequeña “Capilla del Santísimo” que se albergaba en la basílica. Faltaban ya pocos meses para su ordenación como sacerdote. Se sentía feliz y, a la vez, nervioso por la cercanía de este acontecimiento.

Lo que no sabía es que la vida estaba a punto de someterle a una dura prueba.
Aquel sábado, cercana la hora del cierre, reparó en la figura de una mujer que estaba sentada en el banco de la segunda fila, a la derecha del altar.
Arrimada a la esquina que daba al pasillo, casi hecha un ovillo sobre sí misma, apenas levantaba la cabeza durante el tiempo que permanecía allí dentro.
Pasada casi una hora, y antes de salir, se ponía unas oscuras gafas de sol y salía tan silenciosa como había entrado.

Y durante los tres meses siguientes la mujer no faltó a su cita. Siempre a la misma hora, en el mismo solitario lugar y adoptando la misma postura silente.
Lo que al principio nació como curiosidad con el tiempo se fue transformando. Se engañaba a sí mismo pensando que era puro interés cristiano lo que le movía a estar allí puntual cada sábado, a la misma hora que sabía ella llegaría. Nunca le había visto el rostro, mas presentía que los oscuros cristales de sus gafas ocultaban una profunda tristeza.

Llegó el día en que se encontró a sí mismo consumido por el fuego de la espera, contando uno tras otro los días que faltaban para volver a verla. Las semanas se hacían eternas, parecían meses, años. Las noches eran un tormento para su mente, a la que acudían sin ser llamados pensamientos que tomaban forma en su cuerpo. La sangre se concentraba en su pelvis como un caballo desbocado y salvaje. La carne se hacía cada vez más fuerte y robaba terreno dentro de su ser. Pensar en ella y tocarse buscando el placer era todo uno.

Todo su mundo, sus creencias, su fe, se estaban desvaneciendo como una cortina de humo. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿cómo luchar contra lo desconocido? ¿cómo vencer lo que parecía invencible?

El tormento crecía en la misma medida que el deseo. No sabía si estaba pecando, porque él no había fomentado ese sentimiento, ¿cómo sentirse pecador de algo no buscado ni propiciado? Y aun así sabía que estaba cometiendo pecado por sentir lo que sentía.
¡Dios! ¿qué me está sucediendo y por qué?, se preguntaba. Y rezaba, rezaba pidiendo fuerzas a Dios para poder soportar y resistir. Mas sus oraciones parecían no ser escuchadas. Allí, dentro de él, permanecía aquel fuego que, lejos de apagarse, cada día crecía y se alimentaba con la necesidad de volver a verla.

Llegó el sábado en que decidió adentrarse en su infierno para luchar contra el demonio de la carne. Vencer o morir. No podía ser de otra forma.
Puntual como siempre, y el mismo sitio, allí estaba. Ahora la miraba con otros ojos, se fijó en su ropa, su cuerpo, su cabello. Se dio cuenta de que la miraba como hombre y no como alguien que estaba a punto de ser sacerdote.

No supo cómo lo hizo pero se encontró sentado detrás de ella. Se desplazó hacia el lado derecho del banco para poder mirarla mejor. Tenía un perfil grave. En un momento que alzó la cabeza hacia el altar pudo comprobar cuánta tristeza destilaba su mirada.
Sus manos, apoyadas la una sobre la otra, se daban calor y apoyo; tal vez el que ella no tenía.

Se levantó, y, como siempre hacía, se puso las gafas, recogió su bolso y se encaminó hacia la salida. Absorta en sus pensamientos no advirtió su presencia.

Sin pensarlo dos veces, corrió hacia el altar, se quitó la sotana, la ocultó tras una columna y salió en su busca. Sabía que salía siempre por una de las puertas laterales de la basílica y hacia allí dirigió sus pasos. Salió al exterior, bajó apresuradamente las escaleras al tiempo que la buscaba con la mirada. Caminaba calle arriba, hacia la avenida principal.

Se dejó estar a una distancia prudencial, estaba tranquilo pues sabía que no corría peligro de ser descubierto. Al menos, no por ella.
Entró en una cafetería y se sentó al fondo, a una mesa que estaba arrimada a la pared.
Él hizo lo propio, pero justo enfrente.

Fingiendo mirar la carta, desvió la mirada hacia su mesa. Oyó cómo pedía un café al camarero. Él, también, pidió lo mismo.
Ahora, o nunca; se dijo. Se levantó y, con paso firme, fue donde ella estaba.

-¿Puedo invitarla? –las palabras salieron solas, casi sin pedir permiso.

Ella levantó la mirada hacia él. Sorprendida por la invitación, la educación y formas de aquel muchacho no pudo por menos que sonreír y aceptar con una inclinación de cabeza.
Arrimó una silla a la mesa y se sentó a su lado. Y tras la silla vinieron horas y horas de conversación, y tras la conversación la inevitable salida del local.

- Me gustas –pronunció ella.
- Y tú a mí.

Y en la cama de la habitación de un hotel cercano él conoció el sabor de la carne y encontró respuestas a preguntas que hasta ese día le habían atormentado.
Tras la columna del altar se quedó para siempre la sotana.

Cártobas NicOh




#amadeus

#el perro del castañero
foto: © Cártobas NicOh


Regreso a casa con la compra del súper. Frente al edificio donde vivo hay un quiosco. Al pasar por allí me topo de frente con un bellísimo Golden Retriever. Le miro, me mira; nos hablamos en silencio y se acerca a olerme. Me da un besito, le gusto. Nos gustamos. La dueña se gira y le recrimina con dulzura:

- ¡Amadeus! ¡¿ya estás ligando?!

Sonrío.

- ¿Amadeus Mozart? -pregunto a la par que le acaricio. Me conquista con su mirada.

- Sí, así es. Y es que le encanta la música clásica: los conciertos para piano de Mozart y las arias de la Callas son de sus preferidos.

Echamos a andar los tres. Amadeus y yo seguimos mirándonos.

- Oye, Amadeus, una de mis favoritas de Mozart es el "Lacrimosa", ¿también la tuya?; y de la Callas: "Oh, mio babbino caro".

Amadeus sigue a mi lado, se deja acariciar. Me agacho, y le doy un besito en tan hermosa cabeza.

- A él también le encantan -responde sonriente la señora, a la par que sorprendida.

Entonces le hablo de Tasio, mi amado Tasio, y del viejuco Silvio. Me pregunta el por qué de esos nombres, le respondo y sonríe. Le gusta mi historia, dice. Y durante esos minutos soy feliz. Aunque ellos ya no están aquí, siguen estando conmigo.
Charlamos animadamente durante un rato sobre música clásica y algo de literatura; me cuenta que Amadeus nació en Nueva York, y que no hace mucho se han instalado ambos aquí, en Madrid. Me despido de ella y de Amadeus, nuestros caminos siguen su rumbo.
Tan interesante la dueña como el perro.
Encuentros breves y maravillosos que me suceden de vez en cuando y de cuando en vez. La vida misma.



Cártobas NicOh




domingo, 6 de enero de 2013

"el entierro"

by cártobas alumbakata

_ Llego tarde, ¡seguro que llego tarde a la cena, joder! Y todo por culpa de aquel lerdo imprudente, ¡me cago en la puta! a punto he estado de matarme.

No cesaba de proferir improperios y maldiciones, al tiempo que su pie derecho pisaba el acelerador con rabia, como si de la cabeza del susodicho se tratase. Ese día, esa misma noche, cenaba con los padres de Nuria, sus futuros suegros; y tan importante como la cena era la sorpresa que tenía para ella. Aprovecharía la ocasión para pedirle que se casara con él. Instintivamente echó mano al bolsillo de su chaqueta, para cerciorarse, y… sí, allí estaba la cajita que ocultaba un exquisito anillo de pedida.

Nervioso desvió la mirada hacia su muñeca izquierda, donde con exacta precisión, el reloj le informaba que, por el tiempo que restaba, era posible llegar puntual. Un profundo y sonoro suspiro de alivio escapó de su pecho. Aflojó ligeramente la presión del pie sobre el acelerador. Las prisas nunca son buenas consejeras, pensó, y hoy no es precisamente buen día para tentar al diablo.

Ya faltaba poco.
Para su desgracia, apenas diez minutos duró su tranquilidad, el freno, por segunda vez, hubo de ser pisado a fondo.
Una oscura mancha humana caminaba despacio, ocupando toda la calzada de lado a lado.

_ ¡¿Será posible…?!

Asomó la cabeza por la ventanilla para ampliar su campo de visión. ¡Lo que faltaba, un cortejo fúnebre! y ¡precisamente ahora que estaba a punto de llegar! ¡Dios! ¿qué más puede pasarme hoy? ¡morirme y rematar así tan fatídica jornada! su irritación iba in crescendo.

Detuvo el coche, dio marcha atrás y aparcó en un pequeño hueco que, casualmente, estaba vacío entre una larga hilera de coches.
Con rapidez recorrió mentalmente la distancia que tenía por delante; si me doy prisa, llegaré puntual, resolvió.
Cerró la puerta y con paso apurado emprendió el camino hacia la casa de sus futuros suegros. Para evitar que el lento caminar de la gente que acompañaba el sepelio le obligase a aminorar su paso, se dirigió hacia el lateral derecho de la calzada, subió a la estrecha acera y en señal de respeto agachó ligeramente la cabeza.

A punto estaba de rebasar el automóvil que contenía el féretro, en ese momento giró la cabeza, a saber por qué o a causa de qué; el caso es que su mirada se tropezó con la siguiente inscripción de una de las tantas coronas de flores que colgaban silenciosas de los laterales: “Tus padres que te quieren y no te olvidan”.
Lo típico de siempre en estos casos, pensó. La luctuosa ocasión no deja lugar a la originalidad, no.

Su mirada, distraída y curiosa, se paseó por la siguiente, que rezaba así: “Siempre te recordaremos. Tus amigos”.
Había una tercera que despertó su atención: “Miguel, te quiero y...”
No pudo leer el mensaje completo, unas pequeñas ramas se habían enganchado en el lazo mortuorio y tapaban parte del texto. Será de su mujer, pensó, es lo más lógico.

¡Vaya, así que se ha muerto Miguel! ¡Pobre! Sabía que estaba muy enfermo, y que desde hacía unas semanas estaba hospitalizado, o al menos esa era la información que había oído circular por el barrio días atrás.
Miguel, durante muchos años, había sido el portero de su edificio. Era un buen hombre, los recuerdos que tenía de él eran gratos y cálidos.
¡No somos nadie! pronunció para sus adentros.

El morbo, la curiosidad, la sordidez… qué más da, hicieron que volviese su mirada en busca de la familia. Justo entonces una ráfaga de viento apartó las ramas que se habían enredado en el lazo de la corona, sus ojos se quedaron clavados en un nombre: “Nuria”.

No era Miguel, el portero, quien iba dentro de aquel féretro, no, claro que no.

Entonces la vio, los vio… a su novia, a su familia, a sus amigos, ellos eran los que presidían aquel triste cortejo.

Ese día, ese aciago día, era el de su entierro. Y, sí, su nombre también era Miguel.