Todo me cansa, hasta lo que no me cansa. Mi alegría es tan dolorosa como mi dolor.
Quien me diera ser un niño poniendo barcos de papel en un estanque de la quinta, con un dosel rústico de redes de parral poniendo ajedreces de luz y sombra verde en los reflejos sombríos de la poco agua.
Entre yo y la vida hay un vidrio tenue. Por más nítidamente que yo vea y comprenda la vida, yo no la puedo tocar.
¿Razonar mi tristeza? ¿para qué si el raciocinio es un esfuerzo? y quien está triste no puede esforzarse.
Ni siquiera abdico de aquellos gestos banales de la vida de los que yo tanto querría abdicar. Abdicar es un esfuerzo, y yo no poseo el alma con que esforzarme.
¡Cuántas veces me aflige no ser el accionador de aquel coche, el conductor de aquel tren! ¡cualquier banal Otro supuesto cuya vida, por no ser mía, deliciosamente me penetra para que yo la quiera y se me finge ajena!
Yo no tendría el horror a la vida como a una Cosa. La noción de la vida como un Todo no me aplastaría los hombros del pensamiento.
Mis sueños son un refugio estúpido, como un paraguas contra un rayo.
Soy tan inerte, tan pobrecito, tan falto de gestos y de actos.
Por más que por mí me interne, todos los atajos de mi sueño van a dar a claridades de angustia.
Incluyo yo, el que sueña tanto, tengo intervalos en los que el sueño me huye. Entonces las cosas me parecen nítidas. Se desvanece la neblina en la que me cerco. Y todas las aristas visibles hieren la carne de mi alma. Todas las durezas miradas me duele saberlas durezas. Todos los pesos visibles de objetos me pesan por dentro del alma.
La (mi) vida es como si me golpeasen con ella. Fernando Pessoa
Invierno. No llueve. Llovizna, como casi siempre. Estas pequeñas lágrimas engarzadas sobre un hilo invisible forman ya parte del paisaje. No molestan, aprendes a convivir con ellas. Desciendo del tren y camino en dirección a la catedral. Frente a ella, con el oscuro telón de fondo de la noche y apoyando el paraguas sobre mis húmedos hombros, admiro en silencio cómo su mayestática silueta perfila con solemnidad el manto nocturno. Sobrecogedora y mágica imagen. Tras varios minutos de húmeda contemplación, en los cuales las lágrimas se confunden con la lluvia, vuelvo el paraguas a su posición original. Con lentos y tercos pasos enfilo el camino a casa, no lejos de allí, en la Rúa Nueva. Nos profesamos amor mutuo: mi amada catedral de Santiago de Compostela y yo. Una fidelidad esculpida sobre el silencio: lluvioso y nocturno.
"Antes, si
mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones,
donde todos los vinos corrían. Una noche, me senté a la Belleza en las
rodillas. - Y la hallé amarga. - Y la insulté.
Me armé contra la justicia.
Me escapé. ¡Oh bujas, oh miseria, oh odio! ¡A vosotros se confió mi tesoro!
Logré que se desvaneciera en mi espíritu toda la esperanza humana. Contra toda
alegría, para estrangularla, di el salto sin ruido del animal feroz.
Llamé a los verdugos para, mientras perecía, morder las culatas de sus fusiles.
Llamé a las plagas para ahogarme en la arena, la sangre. La desgracia fue mi
dios. Me tendí en el lodo. Me sequé al aire del crimen. Y le hice muy malas
pasadas a la locura.
Y la primavera me trajo la horrorosa risa del idiota. Habiendo estado hace muy
poco a punto de soltar el último ¡cuac!, se me ocurrió buscar la clave del
festín antiguo, donde había tal vez de recobrar el apetito.
La caridad es la clave. - ¡Esta inspiración demuestra que soñé!
"Seguirás siendo hiena, etc.", exclama el demonio que me coronó de
tan amables adormideras. "Gana la muerte con todos tus apetitos, y tu
egoísmo y todos los pecados capitales." ¡Ah! Ya aguanté demasiado - Pero,
querido Satán, te lo suplico, ¡menos irritación en la pupila! Y mientras llegan
las pequeñas cobardías rezagadas, tú que aprecias en el escritor la carencia de
facultades descriptivas o instructivas, te arranco unos cuantos asquerosos
pliegos de mi cuaderno de condenado."
Mandó mi madre por uno de esos bollos,
cortos y abultados, que llaman
magdalenas, que parece que tienen
por molde una valva de concha de
peregrino. Y muy pronto, abrumado
por el triste día que había pasado y
por la perspectiva de otro
tan melancólico por venir, me llevé a los
labios unas cucharadas
de té en el que había echado un trozo de
magdalena. Pero en el
mismo instante en que aquel trago, con las miga
del bollo, tocó
mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo
extraordinario
que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me
invadió, me
aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió
las
vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en
inofensivos y
su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que
opera el amor,
llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor
dicho, esa esencia no
es que estuviera en mí, es que era yo
mismo. Dejé de sentirme
mediocre, contingente y mortal. ¿De
dónde podría venirme aquella
alegría tan fuerte? Me daba cuenta
de que iba unida al sabor del
té y del bollo, pero le excedía
en, mucho, y no debía de ser de la
misma naturaleza. ¿De dónde
venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a
aprehenderlo? Bebo un
segundo trago, que no me dice más que el
primero; luego un
tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora
de pararse,
parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve
claro
que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje
la
despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es
repetir
indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese
testimonio
que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle
dentro de un
instante y encontrar intacto a mi disposición para
llegar a una
aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia
mi alma. Ella es la
que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo?
Grave incertidumbre ésta,
cuando el alma se siente superada por
sí misma, cuando ella, la que
busca, es juntamente el país
oscuro por donde ha de buscar, sin que le
sirva para nada su
bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear.
Se encuentra ante una
cosa que todavía no existe y a la que ella
sola puede dar
realidad, y entrarla en el campo de su visión.
Y otra vez me
pregunto: ¿Cuál puede ser ese desconocido
estado que no trae
consigo ninguna prueba lógica, sino la evidencia de
su felicidad,
y de su realidad junto a la que se desvanecen todas las
restantes
realidades? Intento hacerlo aparecer de nuevo. Vuelvo con
el
pensamiento al instante en que tome la primera cucharada de té.
Y me
encuentro con el mismo estado, sin ninguna claridad nueva.
Pido a mi
alma un esfuerzo más; que me traiga otra vez la
sensación fugitiva. Y
para que nada la estorbe en ese arranque
con que va a probar
captarla, aparta de mí todo obstáculo, toda
idea extraña, y protejo
mis oídos y mi atención contra los
ruidos de la habitación vecina. Pero
como siento que se me cansa
el alma sin lograr nada, ahora la fuerzo,
por el contrario, a esa
distracción que antes le negaba, a pensar en otra
cosa, a
reponerse antes de la tentativa suprema. Y luego, por
segunda vez,
hago el vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a
cara con el
sabor reciente del primer trago de té, y siento estremecerse
en
mí algo que se agita, que quiere elevarse; algo que acaba de
perder
ancla a una gran profundidad, no sé qué, pero que va
ascendiendo
lentamente; percibo la resistencia y oigo el rumor de
las distancias que
va atravesando.
Indudablemente, lo que así
palpita dentro de mi ser será la
imagen y el recuerdo visual que,
enlazado al sabor aquel, intenta
seguirlo hasta llegar a mí. Pero
lucha muy lejos, y muy confusamente;
apenas si distingo el reflejo
neutro en que se confunde el
inaprensible torbellino de los
colores que se agitan; pero no puedo
discernir la forma, y
pedirle, como a único intérprete posible, que me
traduzca el
testimonio de su contemporáneo, de su inseparable
compañero el
sabor, y que me enseñe de qué circunstancia particular y
de qué
época del pasado se trata.
¿Llegará hasta la superficie de mi
conciencia clara ese
recuerdo, ese instante antiguo que la
atracción de un instante idéntico
ha ido a solicitar tan lejos,
a conmover y alzar en el fondo de mi ser?
No sé. Ya no siento
nada, se ha parado, quizá desciende otra vez, quién
sabe si
tornará a subir desde lo hondo de su noche. Hay que volver a
empezar
una y diez veces, hay que inclinarse en su busca. Y a
cada vez esa
cobardía que nos aparta de todo trabajo dificultoso y
de toda
obra importante, me aconseja que deje eso y que me beba el
té
pensando sencillamente en mis preocupaciones de hoy y en mis
deseos
de mañana, que se dejan rumiar sin esfuerzo.
Y de
pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el
pedazo de
magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de
mojado en
su infusión de té o de tilo, los domingos por la mañana en
Combray
(porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa),
cuando
iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no
me
había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque,
como
había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su
imagen se había
separado de aquellos días de Combray para
enlazarse a otros más
recientes; ¡quizá porque de esos
recuerdos por tanto tiempo
abandonados fuera de la memoria no
sobrevive nada y todo se va
desagregando!; las formas externas
también aquella tan grasamente
sensual de la concha, con sus
dobleces severos y devotos., adormecidas
o anuladas, habían
perdido la fuerza de expansión que las empujaba
hasta la conciencia. Pero cuando nada
subsiste ya de un pasado antiguo,
cuando han muerto los seres y se
han derrumbado las cosas, solos,
más frágiles, más vivos, más
inmateriales, más, persistentes y más
fieles que nunca, el olor
y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y
aguardan, y
esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse
en su impalpable gotita el edificio
enorme del recuerdo.
En cuanto reconocí el sabor del pedazo de
magdalena mojado
en tilo que mi tía me daba (aunque todavía no
había descubierto
y tardaría mucho en averiguar porqué ese
recuerdo me daba tanta
dicha), la vieja casa gris con fachada a la
calle, donde estaba su cuarto,
vino como una decoración de teatro
a ajustarse al pabelloncito del
jardín que detrás de la fábrica
principal se había construido para
mis padres, y en donde estaba
ese truncado lienzo de casa que yo
únicamente recordaba hasta
entonces; y con la casa vino el pueblo,
desde la hora matinal
hasta la vespertina, y en todo tiempo, la plaza,
adonde me
mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba
a hacer
recados, y los caminos que seguíamos cuando había buen tiempo.
ataviada en encaje de mar se apareció ante mí tu mente a la deriva entre alegres despojos de perlas algas piedras y corales;
se alzó y (ante mis ojos hundiéndose) hacia el fondo se fugó; suavemente con tu cara tus pechos tu sonrisa la muerte se hizo gárgaras: ahogadas otra vez
sólo para volver a cuidadosamente surgir de lo profundo éstas muñecas tuyas tus muslos pies y manos preparándose para volver a desaparecer corriendo dulcemente y ágilmente arrastrándose a través de mi sueños la otra noche, todo tu cuerpo con su espíritu flotó, (ataviado tan sólo en el agudo murmullo costurero de la marejada)
«Y si no hicieras nada más que escribir tu vida, toda tu vida, al menos la habrías creado.» "Aprender otra vez a hablar. A los cincuenta y siete años aprender no un idioma nuevo, sino aprender de nuevo a hablar. Tirar por la borda los prejuicios, aunque al final no nos quede nada. Leer otra vez los grandes libros, no importa si los leímos o nunca los leímos. Escuchar a la gente sin dar consejos, sobre todo a la que nada tiene que enseñarnos. No reconocer jamás a la angustia como un medio para la realización. Combatir a la muerte sin proclamar el combate. En una palabra: valor y justicia." «Ser mejor sólo quiere decir: llegar a conocer mejor. Sin embargo, debe ser un conocimiento que no nos dé tregua, que nos acose siempre. Es mortal un conocimiento que nos vaya aplacando.» «Me inclino ante el recuerdo, ante el recuerdo de cada ser humano. Y no oculto la aversión que siento ante todos los que se toman la libertad de intervenir quirúrgicamente en los recuerdos, hasta que se parezcan a los recuerdos de los demás.» «Muerte. No tenemos ninguna conciencia, o sólo una conciencia insuficiente, de que nos vamos acercando a ella.» «Quien piensa continuamente en ella, no vive. Quien nunca piensa en ella, vive todavía menos, se engaña a sí mismo. ¿Cuánto debemos y cuánto nos es lícito pensar en ella?» «El amor y la muerte son siempre equiparados, pero sólo tienen una cosa en común: la separación.»
«Sueño a veces con un amor lejano y vaporoso como la esquizofrenia de un perfume.»
«Se declara la guerra a las glándulas y se prosterna uno ante el tufo de una furcia... ¿Qué puede el orgullo contra la liturgia de los olores, contra el incienso zoológico?».
«La dignidad del amor consiste en el afecto desengañado que sobrevive a un instante de baba.»
«¿Tengo que dar gracias a la razón porque todavía soy y me abro camino en los asuntos del mundo? Tal vez a ella también. Pero en última instancia. ¿A los hombres? ¿A las apariencias? Ni unos ni otras han estado presentes cuando ya no era. Siempre me ayudaron después.»
«En las calles respiras el aire de vacío del ocaso y te inventas auroras como si no quisieras reconocer que tú también participas del ocaso de la Ciudad. Y entonces te elevas, por un acto de voluntad, por encima de ella. Y quieres salvarte. ¿Quién o qué podrá ayudarte en la Ciudad?»
«Nada, no me ha ayudado nada. Y si no hubiese tenido a mi alcance el largo del Concierto para dos violines de Bach, ¿cuántas veces no habría terminado? A él le debo el ser todavía. En la dolorosa e inmensa gravedad que me balanceaba fuera del mundo, del cielo, de los sentidos, de los pensamientos, todos los consuelos bajaban hacia mí y, como por encanto, volvía a ser, ebrio de agradecimiento. ¿A qué? A todo y a nada. Porque en ese largo hay una ternura por la nada, allí el estremecimento alcanza su perfección dentro de la perfección de la nada.»
No fue un bebé como los demás, no. Su llanto no fue de vida, sino de tristeza; quería regresar a la gruta de la cual había sido expulsado, allí dentro imperaban la paz y el equilibrio, fuera todo era caos y peligro.
Aun así, por mucho que pataleó y gritó no pudo impedir ser vomitado fuera del paraíso. Aterrizó en un mundo frío y hueco, poblado de seres extraños: color gris ceniza. Todos ellos rescoldos de hogueras extinguidas, vidas apagadas.
Creció solo, abrazado a su soledad. La tristeza era piel que recubría su cuerpo, sus lágrimas agua bendita en las noches insomnes de aquel cuarto, reducto al que se aferraba como escudo protector, refugio de soldado acosado por el escuadrón de la muerte.
Nunca supo cómo comenzó ni cuándo. Tal vez siempre estuvo ahí, con él; y ahora únicamente se manifestaba para protegerle, para protegerse. Era insignificante cuando reparó en ella, creyendo ver una mancha intentó borrarla una y otra vez. Mas ella, tozuda, ni se inmutaba, seguía aferrada a la pared. Esperaba paciente a que él se acercase a observarla para alimentarse con su aliento: impregnado de vida y pureza.
Los años fueron desplazando unos a otros, y así llegó él a su vejez. Ambos habían crecido juntos, él hacia su ocaso, ella hacia su cenit. Cuanto mayor se hacía él, más poderosa se tornaba ella.
Y llegó el día, su día. Era hora de partir, al fin. No sabía hacia dónde, mas la certeza de su marcha le proporcionó la paz que había dejado de sentir desde que había sido arrojado a este inhóspito mundo. Una sonrisa asomó tímida, por primera vez, en su rostro.
Se acercó a “su amiga”, quería compartir con ella aquel cálido sentimiento: primero y último que inundaba su ser. Conmovida por aquel delicado gesto se abrió para él, lo recibió y lo envolvió con sus aterciopeladas paredes, construidas a lo largo de los años con el aliento y la pureza de su alma. Se abandonó sin oponer resistencia alguna: como una revelación supo que regresaba, de nuevo, al lugar del que nunca quiso salir. Estaba dentro de ella, y ella, ahora, era él. Su hogar: la gruta.
¿A qué sabe el dolor? Muerdo mi carne herida y vuelvo a la niñez. Al primer beso, a la primera caricia, que abren la senda del placer. Piel contra piel, desnudez sobre desnudez. Fluidos desconocidos que embriagan, seducen y trastornan.
Mastico la rabia y desafío desde mis cenizas a la frustración. Abro puertas bajo mi piel, para vomitar el veneno que han inoculado tus besos.
Hoy, al fin, me he curado de ti, he combatido la fiebre de mis noches y el tormento de mis días resistiendo, porque la enfermedad eras tú.
Me abrazo a la soledad de mi presente, triste, pero fuerte, herida, y orgullosa. Soy reina de un fértil reinado. Tú, vasallo de tu cobardía.
Huérfanos tus días caminarán, pisando siempre la hojarasca de placeres indómitos, únicos. Añicos son hoy. Recuerdos que abrasarán tu alma como penitencia, por toda la eternidad.
Se abrirán llagas bajo tus pies, lágrimas de nostalgia regarán la tierra, y no brotará nada, porque destrucción es el manto bajo el que te envuelves, cabalgas sin rumbo a lomos de la necedad maquillada de arrogancia. Feroz corcel, débil jinete.
El minúsculo caracol deja un rastro de baba, tus huellas son efímeras, pobres y huecas, las borrará el viento del olvido Estás condenado a no olvidar el sabor, el olor y el cómo. Tu indiferencia de hoy es abono de los lamentos de tu mañana.
Ajustó la peluca sobre su cabeza y se miró en el espejo por última vez antes de salir. Sí, estaba perfecta. De camino hacia la puerta agarró al vuelo un pequeño bolso. Todo lo que necesitaba estaba allí dentro. Sin volver la mirada abandonó para siempre aquel mugriento cuarto, y con paso decidido bajó las escaleras que conducían a la calle.
Giró a la izquierda y continuó todo recto durante un buen trecho. El lugar de destino quedaba algo lejos. Las luces de neón chirriaban ante su mirada con estridentes y agresivos colores que todo lo invadían, las bocas de los locales vomitaban gente, en su mayoría hombres, y mucho ruido: humano y musical. Todo aquel que visitaba la zona sabía que estaría sometido a ese maltrato visual, no en balde iba en busca de emociones mucho más fuertes e intensas. ¿Qué se podía esperar si no en el barrio de las putas?
Llegó a su puesto de trabajo puntual, como venía haciendo cada noche desde hacía un año. Era discreta y silenciosa. No quería problemas con sus compañeras, no le interesaba armar jaleo, y mucho menos llamar la atención. No compartía con ellas el mismo objetivo: ganar dinero con su cuerpo.
Su clientela era fija y selecta, tal como se había propuesto. Tres clientes eran los destinatarios de su experiencia y artes amatorias. Y, debía ser muy buena, pues, para su sorpresa, siempre preguntaron por ella desde el primer encuentro. Aquella noche le tocaba a él: a "Huno" (Hombre Uno). A ninguno les llamaba por su nombre, no quería implicaciones emocionales de ningún tipo. Los otros, como buenos secundarios, se quedaban simplemente en: "ElDos" y "ElTres."
La hora acordada se acercaba. Se miró de reojo en el escaparate de un sex_shop. Todo estaba en su sitio. La poca ropa que llevaba encima, para ser exactos. Un escotado vestido negro insinuaba unos turgentes y tentadores pechos, la espalda quedaba al descubierto en toda su trayectoria, hasta el mismo coxis. Las piernas, bien torneadas y largas, asomaban en todo su esplendor bajo el escaso tramo de tela, destinado a ocultar ciertas zonas de privada visión y deleite. Unas sandalias con tacón de vértigo eran el colofón a su indumentaria.
Un elegante coche aparcó frente a ella. La puerta del copiloto se abrió silenciosa como una oscura garganta. Entró. Conductor y acompañante se alejaron de aquel sórdido lugar. Él iba camino del éxtasis eterno, ella de cumplir su promesa.
El nuevo día asomó a su hora, y sin contemplaciones desplazó a la noche con todos sus habitantes y fauna. Eran las nueve la mañana, hora de un buen desayuno. Entró en su cafetería de siempre, se sentó a la mesa de siempre y, como siempre, leyó la prensa. Los titulares eran unánimes, la noticia corría como reguero de pólvora en boca de todos los allí presentes. Sin inmutarse leyó la cabecera, únicamente. El resto no le interesaba. Conocía a la perfección todos los detalles.
El presidente de una prestigiosa multinacional había sido hallado muerto en la cama de un lujoso apartamento. El cadáver, encharcado en su propia sangre, estaba desnudo, esposado al cabecero, y con los pies atados. Su miembro había sido amputado e introducido en la boca hasta la garganta. La policía había iniciado una investigación y, hasta el momento, no tenían ningún sospechoso. Dobló el periódico y lo dejó sobre la mesa. Sonrió para sus adentros y suspiró levemente. Su promesa había sido cumplida.
Aquel cabrón, en su juventud, despechado ante la negativa de su madre a sus proposiciones sexuales, una noche decidió violarla hasta casi matarla. Ella no dudó en denunciarle y esa fue su ruina. La familia de él era rica y muy poderosa: compraron a la policía, amenazaron a los testigos y sobornaron al juez. Salió en libertad sin cargos. Su madre quedó embarazada. Decidió tener a su hija, mas a los pocos meses de nacer ella se suicidó.
El muy cerdo, antes de morir, había escuchado horrorizado toda la historia de sus labios. Querido Huno (comenzó lentamente su confesión, deseaba regodearse) estás follando con tu hija. Sí, sí, no abras tanto los ojos, hijo de puta. Soy tu hija, sí, esa misma que estás pensando. La que durante un año te la ha chupado, y a la que le has metido la polla: por delante y por detrás. Le comiste el coño a tu hija, Huno ¿ahora sientes asco? Seguro que no tanto como el que yo he tenido que soportar desde el primer día que me tocaste. Después de estar contigo me iba al baño y vomitaba, vomitaba la repugnancia que tenía que disimular cuando estábamos juntos. ¡Y deja ya de negar con la cabeza, porque ahora quien da las órdenes soy yo! Es cierto, soy tu hija, tu hija bastarda, muy a mi pesar y para mi vergüenza. Ahora te das cuenta a quién te recordaba, ¿verdad? A mi madre, ¡cabrón asesino! ¡Tú la mataste, y has de pagar por ello con tu vida! Tu vida por su muerte. ¡Sea pues! Y dicho esto le amputó el miembro con un afilado cuchillo de cocina. Acto seguido, aún vivo pero exangüe y sin fuerzas para poder emitir sonido alguno, se lo introdujo en la boca.
La policía, a día de hoy, continúa buscando a la misteriosa prostituta del “Barrio de las Flores Nocturnas.” Así como apareció un día, desapareció de la misma forma: silenciosa y discreta.