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domingo, 26 de enero de 2014

{ área de descanso }




Saber que tan solo unos pocos kilómetros la separaban del lugar acordado acrecentó su nerviosismo, que a duras penas ya lograba contener aquella silenciosa pero cada vez más creciente excitación. “Y ¿si no está…? ¿y si todo ha sido un macabro juego?”, se preguntaba con insistencia cuanto más cercano estaba su objetivo.

Ante ella apareció una señal –la señal- que le indicaba que la zona de descanso más próxima se encontraba a 500 m. Una cortina de fina lluvia la obligó a poner en marcha los limpiaparabrisas.
El desvío se dibujó con precisión ante sus ojos, giró el volante a la derecha y se introdujo en aquella oscura boca. Faltaban minutos para las tres de la madrugada.

Apagó el motor del coche y mantuvo las luces encendidas, mientras, su mirada escudriñaba a su alrededor en busca del otro vehículo. A escasos metros de donde ella estaba pudo identificar una presencia, tal y como le había indicado, él estaba allí, en el interior de un coche negro.

Antes de abrir la puerta llenó de aire los pulmones y salió. Una vez fuera comprobó que él había hecho lo propio. La luz reinante en el lugar era escasa, pero, a medida que se acercaban el uno al otro, no le impidió adivinar unas facciones angulosas y firmes en las que se anclaban unos profundos ojos negros  acompañando la leve sonrisa que se dibujaba en su boca,
El silencio reinante era desplazado a ratos por el fugaz y vertiginoso paso de los escasos vehículos que circulaban a esas horas por la autopista, que quedaba a su izquierda.

Sus pasos recortaban la distancia entre ambos. Ahora era el latido del corazón en su sien el único sonido que podía oír, desbocado y sin riendas a las que obedecer. Él se acercó en silencio y depositó un cálido e incitante beso en la comisura de sus labios; ella no supo responder, se limitó a capturar el turbador aroma que desprendía su cuerpo.

Sin mediar palabra, apoyó el cuerpo de ella sobre el capó de su coche y comenzó a desnudarla sin remilgos. Mientras la lluvia se confundía con sus salivas y humedecía los cuerpos, él desabrochó con precisión los botones de su vestido, retiró el sujetador y, únicamente, dejó indemnes sus bragas. Ella se dejó hacer sin rechistar y, al tiempo que sus manos eran las herramientas de su mente, le despojó de su camisa, cinturón y pantalón.

Sus bocas se buscaron y sus lenguas al encontrarse forcejearon con furia y pasión, navegando en un océano convulso y encrespado de salobres fluidos. Las manos de ambos eran bastón de ciego que abre camino: tocando, buscando, encontrado… unos erectos pezones, un cálido y húmedo clítoris, un ardiente y férreo miembro.
No cruzaron palabra alguna, sus profundos y abismales jadeos eran el único sonido que manaba de sus mudas gargantas.

El placer se podía palpar entre ellos, era espeso como una selva virgen y dulzón como el incienso; sabedores de la proximidad de su éxtasis decidieron que era momento de que su carnes se tocasen interiormente. Ella se volvió de espaldas a él, apoyó las manos en el capó del coche e irguió desafiante sus resbaladizas y desnudas nalgas hacia el excitado miembro que, a ciegas pero seguro, buscaba la entrada del pasillo que conducía hacia el final de aquella ansiada búsqueda.

Sus cuerpos, húmedos por el esfuerzo, el placer y la lluvia, se separaron. Sus miradas se encontraron y, sin apartase la una de la otra, obligaron a sus bocas a pronunciar en voz alta lo que su mente musitaba:

-El próximo viernes a la misma hora, Cé.
-Aquí estaré, eMe.

Cada uno regresó a su respectivo vehículo. Aunque el encuentro físico entre ambos no se produciría hasta una semana después, les quedaba entre tanto otro medio, el que les había conectado: internet.

Y sus nicks eran la seña de identidad para encontrarse en tan vasto y frío universo.



Cártobas NicOh





jueves, 31 de octubre de 2013

{ el vecino }



Entró en el solitario ascensor. Pulsó el botón que marcaba el 4, y la máquina, obediente, comenzó su ascenso. Apenas unos segundos más tarde se detuvo en destino. Justo en el mismo momento que ella salía al rellano, el vecino que vivía justo enfrente hacía lo propio. Casi se toparon de bruces. Ella, cargada con bolsas de la compra, dio un respingo; él, con una maleta de viaje, maletín y un abrigo ocupando sus manos, no supo qué decir. Sus miradas se encontraron durante unos escasos segundos. Apresurado se disculpó y con rapidez se introdujo en el ascensor.

¡Caramba, al fin te conozco!, pensó ella.

Llevaba dos meses viviendo en aquel piso y todavía no conocía a ninguno de los vecinos de su planta. Lo único que sabía del vecino con el que acababa de toparse era que tenía una vida sexual muy, pero que muy activa. Sus dormitorios eran contiguos, pared con pared, e intuía que la cabecera de ambas camas se apoyaban contra la susodicha.
En más de una ocasión y ante la imposibilidad de dormir, dado el revuelo sexual que al otro lado tenía lugar, había optado por pasar la noche en el sofá.

Se oía de todo: jadeos, frases en voz baja pero fácilmente descifrables, y, sobre todo: el ritmo. Hubo noches que las dedicó a adivinar cuándo terminaría la faena. Cuando el movimiento se aceleraba, había orgasmo. Fin, a dormir.
Aunque esas eran las menos de las veces, pues siempre repetía, dos, tres… y así, una y otra vez hasta bien entrada la tarde del día siguiente.
¡Qué máquina el tipo! ¡coño!, que una no es de piedra. Además, su vida sexual, desde hacía no sabía ya cuánto, estaba bajo mínimos, mejor dicho era inexistente.

Introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta y entró. Se detuvo un instante en el recibidor y recordó lo sucedido al salir del ascensor: “pues sí que es atractivo el puñetero”.
Pasaron los días, y la anécdota cayó en el olvido.  Volcada en su trabajo y viajando mucho, aquel mes había sido demoledor, muchas reuniones y proyectos a desarrollar.

¡Por fin en casa!, suspiró cuando cerró la puerta tras de sí. Dejó las maletas en el suelo y lo primero que hizo fue subir persianas y abrir ventanas, necesitaba aire fresco.
Hecho esto, el paso siguiente era una buena ducha. El baño de su habitación daba a un patio interior y la ventana del mismo estaba justo enfrente de la de su vecino, las ventanas de sus dormitorios pegadas la una al lado de la otra, todas formando una U.

Estaba a punto de entornarla cuando reparó que enfrente, también en el baño y con la ventana cuasi abierta, alguien se estaba desnudando. Era él. Instintivamente se apartó y se arrimó a la pared para no ser vista. No pudo evitar volver a asomarse, despacio y con el temor de ser pillada in fraganti.
Tenía un cuerpo hermoso y deseable.
Se estaba excitando y no se daba cuenta. Aquella visión había despertado su aletargado apetito sexual.

Se atrevió a asomarse un poco más, y justo en ese instante él giró la cabeza hacia ella.
Su presencia había sido descubierta, ya no sabía si estaba colorada por la vergüenza o por la excitación, el caso es que lejos de apartarse permaneció allí, inmóvil y nerviosa.
Ella sabía que él era consciente que lo estaba mirando. Entendió su juego. Se introdujo en la ducha y comenzó a enjabonar su cuerpo. Aquello la turbó por completo. No pudo evitar que sus manos comenzaran a viajar por su cuerpo. Si él se acariciaba el pecho, ella le respondía haciendo lo propio acariciando sus pezones; la estaba invitando a imitar sus gestos.
Las manos de él se encontraron con su miembro, jugaron, resbalaron sobre él con el jabón y la excitación no solo creció en ella. La erección de él era más que evidente.
Su mano derecha bajó en busca de su clítoris, húmedo, excitado y caliente. Sentía que estaba a punto de estallar de placer.

Él en ningún momento había vuelto la mirada hacia ella. Continuaba con su juego, provocador y sabedor de lo que estaba sucediendo al otro lado. Su mano derecha agarró con precisión su miembro y comenzó a seducirse, a jugar, a danzar, ora rodeaba el glande con dulzura, ora su mano subía y bajaba por su geografía. Al principio más lento, ahora más rápido. Ella le seguía, no podía apartar la mirada de aquella visión, estaba como hipnotizada.

De repente, él se detuvo. Salió de la bañera, cerró la ventana y desapareció. Ella se quedó durante un rato pegada a la pared, desnuda, húmeda e inmóvil, sin saber qué hacer ni qué pensar.

El sonido del timbre de la puerta la devolvió a la realidad. De un sobresalto y desorientada echó mano del albornoz y se encaminó hacia la entrada. Acercó sus ojos a la mirilla y… allí estaba él. 

¡Dios! y ahora... ¿qué hago?

Apartó la cabeza, respiró hondo y le abrió la puerta. Entró arrollador, y sin pronunciar palabra alguna le arrancó el albornoz, la izó en brazos y la condujo al dormitorio. La besó y la acarició como ya no recordaba que se podía hacer ni sentir.
Allí follaron, gozaron y se devoraron el uno al otro sin compasión, ni horas contadas.
Ya nunca más tuvo que dormir en el sofá, ella se convirtió en la protagonista de todos sus revuelos sexuales.


Cártobas NicOh




jueves, 6 de diciembre de 2012

"el Huno"




Ajustó la peluca sobre su cabeza y se miró en el espejo por última vez antes de salir. Sí, estaba perfecta. De camino hacia la puerta agarró al vuelo un pequeño bolso. Todo lo que necesitaba estaba allí dentro. Sin volver la mirada abandonó para siempre aquel mugriento cuarto, y con paso decidido bajó las escaleras que conducían a la calle.

Giró a la izquierda y continuó todo recto durante un buen trecho. El lugar de destino quedaba algo lejos. Las luces de neón chirriaban ante su mirada con estridentes y agresivos colores que todo lo invadían, las bocas de los locales vomitaban gente, en su mayoría hombres, y mucho ruido: humano y musical. Todo aquel que visitaba la zona sabía que estaría sometido a ese maltrato visual, no en balde iba en busca de emociones mucho más fuertes e intensas.
¿Qué se podía esperar si no en el barrio de las putas?

Llegó a su puesto de trabajo puntual, como venía haciendo cada noche desde hacía un año. Era discreta y silenciosa. No quería problemas con sus compañeras, no le interesaba armar jaleo, y mucho menos llamar la atención. No compartía con ellas el mismo objetivo: ganar dinero con su cuerpo.

Su clientela era fija y selecta, tal como se había propuesto. Tres clientes eran los destinatarios de su experiencia y artes amatorias. Y, debía ser muy buena, pues, para su sorpresa, siempre preguntaron por ella desde el primer encuentro.
Aquella noche le tocaba a él: a "Huno" (Hombre Uno). A ninguno les llamaba por su nombre, no quería implicaciones emocionales de ningún tipo. Los otros, como buenos secundarios, se quedaban simplemente en: "ElDos" y "ElTres."

La hora acordada se acercaba. Se miró de reojo en el escaparate de un sex_shop. Todo estaba en su sitio. La poca ropa que llevaba encima, para ser exactos. Un escotado vestido negro insinuaba unos turgentes y tentadores pechos, la espalda quedaba al descubierto en toda su trayectoria, hasta el mismo coxis. Las piernas, bien torneadas y largas, asomaban en todo su esplendor bajo el escaso tramo de tela, destinado a ocultar ciertas zonas de privada visión y deleite. Unas sandalias con tacón de vértigo eran el colofón a su indumentaria.

Un elegante coche aparcó frente a ella. La puerta del copiloto se abrió silenciosa como una oscura garganta. Entró. Conductor y acompañante se alejaron de aquel sórdido lugar. Él iba camino del éxtasis eterno, ella de cumplir su promesa.

El nuevo día asomó a su hora, y sin contemplaciones desplazó a la noche con todos sus habitantes y fauna. Eran las nueve la mañana, hora de un buen desayuno. Entró en su cafetería de siempre, se sentó a la mesa de siempre y, como siempre, leyó la prensa.
Los titulares eran unánimes, la noticia corría como reguero de pólvora en boca de todos los allí presentes.
Sin inmutarse leyó la cabecera, únicamente. El resto no le interesaba. Conocía a la perfección todos los detalles.

El presidente de una prestigiosa multinacional había sido hallado muerto en la cama de un lujoso apartamento. El cadáver, encharcado en su propia sangre, estaba desnudo, esposado al cabecero, y con los pies atados. Su miembro había sido amputado e introducido en la boca hasta la garganta.
La policía había iniciado una investigación y, hasta el momento, no tenían ningún sospechoso.
Dobló el periódico y lo dejó sobre la mesa. Sonrió para sus adentros y suspiró levemente. Su promesa había sido cumplida.

Aquel cabrón, en su juventud, despechado ante la negativa de su madre a sus proposiciones sexuales, una noche decidió violarla hasta casi matarla. Ella no dudó en denunciarle y esa fue su ruina. La familia de él era rica y muy poderosa: compraron a la policía, amenazaron a los testigos y sobornaron al juez. Salió en libertad sin cargos.
Su madre quedó embarazada. Decidió tener a su hija, mas a los pocos meses de nacer ella se suicidó.

El muy cerdo, antes de morir, había escuchado horrorizado toda la historia de sus labios.


Querido Huno (comenzó lentamente su confesión, deseaba regodearse) estás follando con tu hija. Sí, sí, no abras tanto los ojos, hijo de puta. Soy tu hija, sí, esa misma que estás pensando. La que durante un año te la ha chupado, y a la que le has metido la polla: por delante y por detrás. Le comiste el coño a tu hija, Huno ¿ahora sientes asco? Seguro que no tanto como el que yo he tenido que soportar desde el primer día que me tocaste. Después de estar contigo me iba al baño y vomitaba, vomitaba la repugnancia que tenía que disimular cuando estábamos juntos.

¡Y deja ya de negar con la cabeza, porque ahora quien da las órdenes soy yo! Es cierto, soy tu hija, tu hija bastarda, muy a mi pesar y para mi vergüenza. Ahora te das cuenta a quién te recordaba, ¿verdad? A mi madre, ¡cabrón asesino!
¡Tú la mataste, y has de pagar por ello con tu vida! Tu vida por su muerte. ¡Sea pues!


Y dicho esto le amputó el miembro con un afilado cuchillo de cocina. Acto seguido, aún vivo pero exangüe y sin fuerzas para poder emitir sonido alguno, se lo introdujo en la boca.

La policía, a día de hoy, continúa buscando a la misteriosa prostituta del “Barrio de las Flores Nocturnas.” Así como apareció un día, desapareció de la misma forma: silenciosa y discreta.




Cártobas NicOh





miércoles, 5 de diciembre de 2012

"ella y su sexo, él desde un patio interior"


El coño de mi vecina sabe a mejillón del Cantábrico, sus tetas a tortilla de patata y en su culo de trufa me bebería una botella de champagne francés, repito una y otra vez asomado a la ventana mientras me fumo el enésimo cigarro del día esperando tener la santa suerte de mirarla, a través de las cortinas de su ventana, desnuda y masturbándose.

Y es que mi vecinita es una cachonda, y a mí me pone más cachondo todavía. Vivo en una perenne erección desde que descubrí sus intimidades. Y no puedo pensar en otra cosa que no sea lamer, chupar, masturbar, folla, saborear su maldito cuerpo, su coño y su culo. Ya no recuerdo las pajas que me hecho pensando en ella. Ni de adolescente me la machacaba tanto.

¿Cómo comenzó todo? Por una puta casualidad, como la mayoría de las cosas en mi vida.
Hará un par de semanas, después de una fuerte discusión con mi novia, salí a la terraza para templar los nervios fumando un canuto. Lo encendí, aspiré hondo y con los brazos apoyados sobre el balcón me asomé al patio interior. El calor era infernal a pesar de que casi eran las tres de la madrugada. Despertó mi atención una tenue luz un piso más abajo. Entorné los ojos y la vi. Estaba desnuda y echada sobre la cama. Di un respingo, enfoqué la mirada, y la paseé por su cuerpo. ¡Joder, tiene un buen polvo la vecina!

En apenas unos segundos ya la tenía dura como una piedra y, aunque las cortinas impedían una visión definida de sus formas, la testosterona y mi imaginación se encargaron del resto.
Un sonido hizo girar su cabeza hacia la mesilla y agarró el móvil. Casi daba por finalizada mi sesión de recreo visual pero, no... flexiona las rodillas, cambia el teléfono de mano, lo pasa a la izquierda, y con la derecha liberada comienza a acariciarse las tetas, se pellizca los pezones, a la par que arquea la espalda como una gata. Abre la boca y su lengua asoma lasciva y húmeda, relamiéndose sobre los labios.
¡Me cago en la puta! ¡sexo telefónico! ¡esto no me lo pierdo por nada del mundo! además, me enloquece ver cómo se masturba una mujer.

La mano desciende hacia el vientre y desaparece entre sus ingles. La cabrona se está masturbando. A saber quién le está comiendo la oreja al otro lado de la línea. Mal no lo debe hacer porque la muy perra se retuerce como una serpiente. Algún que otro jadeo se le escapa y llega hasta mis oídos.
Me giro y miro hacia el interior de nuestro apartamento. Las luces continúan apagadas, y todo está en silencio. Mi novia duerme, sin duda. Nuestro último polvo ya es historia. Cada vez follamos menos y discutimos más. ¡Que le den!

Vuelvo a centrar la atención en la vecina y en mi polla. Su mano sigue moviéndose en círculos sobre su coño. Imagino sus dedos acariciando el clítoris. Su coño mojado y dilatado, pidiendo a gritos que la follen. Su culo hambriento de ser penetrado. Creo que la voy a a acompañar en su coreografía sicalíptica desde un piso más arriba.

Introduzco mi mano bajo el pantalón. Tengo la polla ardiendo y dura como una barra de acero. Sin apartar la vista del coño de mi vecina, acaricio mi glande y me imagino que ella me la está chupando y lamiendo. Se aflojan mis piernas, una oleada de placer baja por mi espina dorsal y se concentra toda en mi pelvis. Escupo sobre la palma de la mano y dejo que se deslice arriba y abajo. Despacio, no quiero correrme antes de tiempo. Estoy disfrutando como un loco. ¡Esto es la puta hostia!
Iza su cuerpo sobre la cama, se pone a cuatro patas e introduce la mano en su coño mientras mueve las caderas en círculos. La están follando por detrás. Me posiciono y la enculo, hasta dentro, bien fuerte. Hasta reventar ambos de placer.
¡Voy a estallar, me cago en Dios!

La muy puta acelera el ritmo, creo que se va a correr, y yo también. Siento cómo asciende el semen y exploto en un bestial orgasmo. Los dos explotamos. Embadurno mi polla con la leche que ha escupido y dejo caer mi cuerpo laxo sobre una de las sillas.

Quiso la casualidad que me topase con ella en el interior del ascensor en varias ocasiones. Y dentro de aquel habitáculo la empujaba contra la pared y follábamos como animales salvajes. Al abrirse la puerta ella sale, y con un cortés hasta luego me devuelve a mi anodina realidad. Y en la boca me queda un regusto salado.

Sí. El coño de mi vecina sabe a mejillón del Cantábrico, sus tetas a tortilla de patata y en su culo de trufa me bebería una botella de champagne francés.



"tres"


Viernes noche.
Hacía ya un par de horas que los últimos clientes habían abandonado el restaurante. No recordaba cuándo, pero tenía la certeza de que sus pies habían sido devorados por dos lenguas de fuego sobre las que caminaba, cual brasas ardientes. Entró en la cocina, cogió un cubo, lo llenó con agua caliente, añadió un buen puñado de sal y allí, dentro del fluido y salobre elemento, las lenguas, sometidas a un taumatúrgico efecto, acallaron sus voces. Echó hacia atrás la cabeza, la apoyó contra la pared y cerró los ojos intentado relajarse. Una placentera sensación ascendía tímida por sus tobillos, alcanzaba las rodillas, se enredaba en ellas y, tras un nuevo empujón, se proyectaba hasta la nuca, donde hacía nido. Desde allí se dejaba caer, silenciosa, hacia la plataforma de los hombros y, como si de un tobogán se tratase, se deslizaba por los brazos hasta la punta de los dedos.

Se abandonó al descanso durante un buen rato. Desde la cocina llegaba un lejano rumor de conversación entre ollas, platos y demás utensilios de batalla. Manuel danzaba por allí, todavía le quedaban fuerzas para mantenerse en pie: era un maniático del orden y la limpieza, la poderosa bestia del cansancio no lograba abatirle jamás. Su cocina era lugar sagrado y… ¡ay! de quien osase entrometerse en su reinado. Se comportaba como un padre, protector y celoso, con sus creaciones. De su taller salían sabores y olores únicos, potentes, sublimes, sensuales, provocadores, atrevidos, golosos… todas sus obras eran fiel reflejo de su personalidad. Así era Manuel: exuberante, arrollador e imprevisible.

Desde el primer día que se conocieron una intensa atracción la empujaba hacia él y, con el tiempo, el  magnetismo que Manuel había ido tejiendo dentro de ella la había atrapado como una araña a su presa. No le preocupaba, no; aceptaba de buen grado la situación. Seguramente no era la ideal ni la que hubiese escogido de haber podido elegir; pero, actualmente, su vida era mucho menos infeliz que antes de conocer a Manuel. Y eso ya era bastante más de lo que había tenido en años.

Separó la cabeza de la pared, abrió los ojos, secó los pies con una toalla y se puso las sandalias.

-¿Nos vamos? –preguntó él.
-Sí.
-Pero… -dudó unos segundos antes de proseguir -olvidé decirte que Mario ha cancelado su viaje y se quedará unos días más –concluyó, evitando encontrarse con su mirada.

Contrariada torció el gesto, y sin decir nada, abrió la puerta que daba a la calle y salió. Unos días más, pensó: ¿cuánto es eso? ¿dos, tres, siete, quince…?
Apenas cruzaron palabra durante el trayecto de regreso a casa, se guardaron muy bien de expresar en voz alta lo que estaban pensando por temor a herir al otro. Él, la quería; ella, estaba enamorada de él.
Un sonriente Mario les abrió la puerta y depositó un cálido beso en su cuello. Ella le devolvió la sonrisa, conocía muy bien el significado de aquel gesto, era mucho más que un recibimiento, sí. La estaba invitando a participar, una vez más, una de tantas.

Sus pasos la condujeron hacia el dormitorio. Así se iniciaba el ritual. Lo que había comenzado como un juego formaba ya parte de su vida, de sus vidas, muy a su pesar, al de ella.
Desde donde estaba podía ver perfectamente la escena: su papel, de momento, era de espectadora. Ya no la consumían los celos como al principio de su relación, aceptaba que tendría que compartir sexualmente a Manuel con otros hombres. Hoy era Mario, mañana... ¿quién sabe? ¿Qué importaban unos pocos días al lado de los muchos que ella le tenía en exclusiva? La quería, lo sentía, recibía muestras de su cariño a diario. No era amor, lo sabía, pero sentirse querida por él aportaba más a su vida que todo el amor que otros hombres juraban haberle profesado y que no le habían sabido o querido demostrar.

Mario y Manuel se besaban con frenesí, las manos de ambos exploraban sin miramientos el cuerpo del otro, al tiempo que sus prendas de ropa caían al suelo súbitamente.
No pudo evitar excitarse ante aquella visión, una oleada de calor se concentró en su epicentro, ascendió por la espalda y picoteó furiosa en su nuca.
Mario se giró y se posicionó detrás de Manuel, pegó el pecho contra su espalda y la pelvis embistió con fuerza sus nalgas. Manuel se revolvió de placer, echó los brazos hacia atrás, agarró las manos de Mario y las depositó sobre su excitado sexo; allí, obedientes y lujuriosas se pasearon con destreza por toda su geografía, provocando con su sensual danza poderosas descargas de placer que tensaban sus músculos cuales cables de acero.

El tiempo de espectadora había finalizado, abandonaba la butaca, se incorporaba a escena e interpretaba su papel. Su mirada se encontró con la de Manuel, se arrodilló frente a él y dejó que su boca se inundase con su ardiente y firme miembro. Succionó, lamió, mordisqueó, con rabioso placer y lujuria. Un mar de húmedas sensaciones regó sus ingles, su sexo aullaba de placer. Manuel se apartó de su boca, separó sus piernas y la penetró con una inusitada furia, a la par que Mario hacía lo propio con Manuel.

Sus voraces deseos fueron saciados, una vez más; unidos sus cuerpos, masticando placer y destilando pasión.
El éxtasis de Manuel moría dentro de ella, el de Mario en Manuel.
Tres.




martes, 4 de diciembre de 2012

"un orgasmo y un café"


Salió tan apresurada y absorta del ascensor que la colisión frontal fue inevitable y el desconcierto mutuo. 
Levantó la mirada con la intención de pedir disculpas, pero tan sólo logró articular un débil: “lo siento”. Unos carnosos y sensuales labios esbozaron una leve sonrisa sin pronunciar palabra alguna, el encuentro de ambas miradas convocó una intensa oleada de calor que se concentró en su espina dorsal. Fueron tan sólo unas décimas de segundo, pero suficientes para turbarla; se apartó para dejar paso al resto de la gente y prosiguió su camino, no sin antes volver la cabeza, con la no confesada esperanza de verle por última vez. Ya no estaba.

En las horas siguientes, por más que lo intentó, fue incapaz de apartar de su mente la imagen de aquella incitante boca, cuanto más se esforzaba por olvidar lo sucedido más aumentaba su deseo y su excitación; sus ingles estaban húmedas y sus labios resecos de tanto morderlos; su apetito sexual se había despertado y necesitaba ser saciado: ¡ya!, en ese preciso instante.
Pero ¿dónde…?

Como empujada por un extraño resorte buscó la cafetería más cercana y se fue directamente al baño, cerró la puerta y con ella sus ojos: evocó mentalmente aquel encuentro mientras su mano derecha se deslizaba lenta por su vientre hasta topar con su excitado clítoris. La mano izquierda se enterró en su sujetador y sus dedos acariciaron y pellizcaron hábilmente su pezón; todavía recordaba cómo y dónde tocar, después de tanto tiempo. El dedo corazón de la mano derecha comenzó a moverse en círculos, lentamente, quería disfrutar, el contacto con aquel extraño había despertado en ella pasiones dormidas, olvidadas y dadas por muertas. Deseó besar sus labios, resbalar por el contorno de su carne, que sus salivas y sus lenguas se encontrasen; cuánto más pensaba en ello más se intensificaba su placer, sentía que el orgasmo pugnaba por estallar dentro de ella, pero lo frenó, deseaba disfrutar más de aquel momento. El deseo dominaba sobre la mente y comenzaba a proyectar imágenes y sensaciones como si de una película se tratase; aproximó su pelvis a la de él, y en este contacto sintió la firmeza de su miembro.


Sus dedos, empapados, respondían a unas desconocidas órdenes, ella ya no llevaba la batuta en aquella situación, se dejaba llevar. Un convulso y potente orgasmo le recordó que la bestia estaba tan sólo dormida.
Salió del baño con una contenida sonrisa de satisfacción dibujada en sus labios, se sentó a la mesa más cercana y pidió un café.