París estaba desierto aquella
noche, una noche fría, una de esas noches que se
dirían más vastas que las demás y en que las estrellas están más
altas y el aire parece
llevar en su helado aliento algo que viene de más lejos que los
mismos astros.
En los primeros momentos ninguno de los dos hombres habló palabra.
Al fin,
Duroy, por decir algo, observó:
–Ese Laroche-Mathieu parece muy inteligente y muy culto.
El viejo poeta repuso:
–¿Usted cree?
El joven, desconcertado, vacilaba:
–Sí. Desde luego, pasa por ser uno de los hombres más capacitados
de la Cámara.
–Es posible. En tierra de ciegos, el tuerto es rey. Toda esa
gente, ¿sabe usted? es
de una mediocridad que asusta, porque tiene el espíritu emparedado
entre el dinero y la
política. Son ignorantes con los que no se puede hablar de nada,
de nada de lo que
nosotros amamos. Su inteligencia está en el fondo de la ciénaga o,
más bien, del albañal,
como el Sena en Asnières. ¡Ay! ¡Es tan difícil hallar un hombre
que encierre el espacio
en su pensamiento, que nos dé la sensación de ese ancho aliento
con que se respira a
orillas del mar! Yo he conocido a algunos, pero todos han
muerto.
Norbert de Varenne hablaba con voz clara, pero contenida, que
hubiera resonado
en el silencio de la noche si la hubiese dado suelta. Parecía
sobreexcitado y triste, con
esa tristeza que cae a veces sobre las almas y las hace
vibrar, como la tierra bajo la
helada.
–¡Qué importa, después de todo– continuó–, un poco más o un poco
menos de
genio,
puesto que todo ha de concluir!
Dicho esto, calló. Duroy, que aquella noche
se sentía alegre, dijo, sonriendo:
–Hoy todo lo ve usted negro, querido
maestro.
El poeta respondió:
–Lo veo siempre, hijo mío, y usted lo verá
como yo dentro de algunos años. La
vida es una pendiente: mientras se sube,
mirando a la cima, se siente uno feliz. Pero
cuando se llega a lo alto, se ven de una
ojeada el descenso y el fin, que es la muerte. Se
va despacio cuando se asciende, pero muy de
prisa cuando se baja. A la edad de usted se
está siempre contento. ¡Espera uno tantas
cosas que, desde luego, nunca llegan! A la
mía no se espera ya nada..., más que la
muerte.