Caminaba entre callejuelas sudorosas y paredes exánimes, sus pasos sonaban huecos, vacíos. De vez en cuando se detenía y miraba en derredor suyo, escudriñando cada rincón, como si temiese encontrarse con algo o alguien; cerró los ojos y apretó fuertemente las mandíbulas.
"¡No, no, no, esta vez lo conseguiré, lo haré!", pensó para sí por enésima vez cuando se detuvo ante un viejo portón de madera.
Y, por enésima vez, no tuvo fuerzas ni valor suficiente para evitar traspasar el tentador, cálido y húmedo umbral que le ofrecía tan generosamente y a diario la mejor amiga de su madre.
Me llama. Sus olas son voluptuosos abrazos que envuelven mi cuerpo, la sal de sus entrañas almohada que protege mis sueños. Es momento de regresar a él, cual amada a la hacienda de su señor. La noche: secreta, aterciopelada y cálida es cómplice de nuestro encuentro. Él me espera, lo sé. Siento cómo se agita furioso dentro de mí. Voy a su encuentro.
Lame la arena, y mecido sobre el silencio, susurra mi nombre. Refulge su blanca crin, soberbio corcel de etérea espuma. Se encabrita ante mi presencia exhibiendo su poder con insultante orgullo. Cabalga indómito sobre las rocas, cocea el aire con su fragancia salobre, y enamora a la luna con su canto de sirena. Ella, coqueta, se deja conquistar, se descuelga sobre el espejo de su lomo y se convierte en grácil amazona.
Camino sobre dos pies descalzos y transparentes, inquietos y pudorosos. Entro en su reinado, rodea mis piernas con húmeda lengua y acaricia mis tobillos con provocativa sensualidad. Se recoge para regresar, una y otra vez, al ritmo de una música que se esculpe bajo su vientre: poblado de vidas, poblado de almas. Me inunda con su esencia, me habla con palabras que se dibujan sobre las estrellas. Ttraza, sin vacilar, mi perfil sobre el lienzo mudo y dócil de la arena, su eterna amante y amada.
No tiene contrincante; nadie como él para amar, nadie como él para matar. Él es la vida y la muerte. Lo da todo, lo quita todo. Me encuentro con él, me encuentro conmigo. Soy, somos. El mar, mi mar.
Ciertamente
el ser humano es insignificante y esclavo, lo es. Nuestra minúscula
presencia, en un no menos minúsculo planeta, es ridícula comparada
con todo lo inconmensurable que hay más allá de nuestras fronteras
terrenales. Aun así vamos de “sobrados” por la vida,
¡ja!
Hasta que un buen día nos topamos frente a frente con
nuestra vulnerabilidad y nos damos de bruces contra ella, oímos cómo
se resquebraja y hasta cómo se hace añicos. Es entonces que nos
bañamos en el lago de la humildad y el mar del arrepentimiento.
Ungimos el cuerpo con promesas y buenos propósitos, purificamos el
alma con la sal de nuestras lágrimas, y secamos el pozo de nuestros
pecados con lamentos. Bebe el miedo de tan sabroso caldo, crece y se
hace fuerte, arrogante asoma dispuesto a someter nuestra voluntad
arropado por sus acólitos: los fantasmas. De ahí a la esclavitud,
un paso.
Nacemos puros y morimos habiendo sido esclavos de los
más tiranos amos y señores: del tiempo, de las normas, de los
prejuicios, de la ambición, de la moral, de la religión, del miedo,
de la cobardía, del poder, de la imagen, de la comodidad, del
bienestar: del dinero, de su ausencia, de su abundancia, y es que…
son tantas las argollas que nos atenazan, que ya son legión. Y
todas son autoría nuestra, ahí es nada.
"El
sueño de la razón engendra monstruos", pronunció
acertadamente Goya. Volvamos pues, de vez en cuando, la mirada
hacia el mundo animal; tal vez no razonen ni sueñen, pero sabios lo
son un rato.
Vete; el infierno es mío, la decisión tuya. Vete; dejas ausencia, la llenaré con tu marcha. Vete; prefiero llorarte, aborrecerte sería morir, otra vez…
Vete; seguiré caminando desnuda, pero con la lucidez de un enjambre.
Vete; abonaré la tierra de mis noches con el sonido de mi sexo y el fluido que no me robaste.
Vete; el dolor de no estar contigo ahora es muralla, mañana fortaleza.
Vete; lameré mis heridas con la miel de mi sudor. Vete; regaré mis pechos con la saliva de mis palabras. Vete; beberé la tierra, comeré el agua y soñaré con serpientes enroscadas bajo mis sábanas. Vete; pero no arranques los racimos de mis recuerdos. Vete; y no vuelvas tu rostro hacia mí, no me arrebates la rabia y la vergüenza. Vete; mastica tu crueldad con palabras no pronunciadas que pudrirán tu alma. Vete; lo que no eres, hoy ya lo sé; al fin.