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domingo, 27 de enero de 2013

"melancolía"


Ya no duele
el dolor.

Se va. Duele
su ausencia.
Lenta,
silenciosa, l
lega.
Melancolía.

Cártobas NicOh






"me inclino ante el recuerdo" ~ elias canetti ~


"Me inclino ante el recuerdo, ante el recuerdo de cada ser humano. Y no oculto la aversión que siento ante todos los que se toman la libertad de intervenir quirúrgicamente en los recuerdos, hasta que se parezcan a los recuerdos de los demás."

"Son mis ilusiones infantiles las que todavía me hacen decir si percibo una fisura en la coraza de un hombre: no todo está perdido, hace falta poco para hacer palpitar a ese corazón detenido."


Elias Canetti



jueves, 24 de enero de 2013

"rotating crazy lamp"


patrimonio de vidas bohemias
colchón de creatividad
reducto of lost souls

navega la música
color mar de plata,
rotating crazy lamp

close the door el forastero
shure dust tras de sí
amaría a maría smoking

sin jugar al ajedrez
jaque y mate y remate
mesmerizing on the chair

peppers a la criolla
in the hot TV, 17000 kilows
nada es lo que parece

y, sin embargo,
sometimes, indakichen
suena un viejo y sucio teléfono

nadie responde en HOTeLIA
only the lonely,
subterranean john sick alguien

Arigashi Lapapusa, (el calefón).


Cártobas NicOh





lunes, 21 de enero de 2013

"sueñas, soñando"

Despertar.
Asomar.
Vaciando.
Iniciando.
No vuelves.
Continúas.
Miras.
Sientes.
Vives.
Llegas.
Sueñas.
Soñando.



miércoles, 9 de enero de 2013

"la soledad"


En un lugar solitario tejo mi tiempo con las agujas del reloj de la soledad.

Las petulantes flores de la lejanía acarician las palmas de unas agrietadas manos que lloran frágiles recuerdos. Jirones de uñas se aferran con descarnada desesperación al nacarado racimo de la vida.


Duele la soledad, asfixia la lejanía, destruye el olvido; apocalípticos jinetes que cabalgan sin remordimientos por los recónditos e infinitos parajes del alma, dejando a su paso los recuerdos llenos de cadáveres.

Allí, una lengua de polvo lame con premura y voluptuosidad las débiles ruinas de un reino desolado, bajo las que, aún, late vida. Una vida que, tejiendo el día sobre la noche, lucha y empuja con inusitada fuerza para no diluirse en tan mortal caricia. Como un rumor convoca a la lluvia, que convierte en lodo al polvo, lo envuelve con un manto que arrastra y hunde en lo más profundo de la oscura ciénaga de la desmemoria.

Se sabe vencedora, y, entonces, asoma el rostro, sonríe, tiende su mano e invita a caminar con ella, de nuevo, una vez más, ¿por qué no…?
Caminemos, pues, tantas vidas como tengan que ser caminadas, vivamos tantas vidas como tengan que ser vividas.


No se puede perder lo que no se tiene; custodia y cuida lo que tienes: tú.

Déjate querer, que el amor no se pudra dentro del estómago.



Cártobas NicOh



"carta a un desconocido"


Ella se sumerge
en el océano de su voz,
desnuda sus instintos
y se pasea insolente
por el vértice de su sexo.
El cuerpo es cámara secreta
de díscolos pensamientos
que acuden sin ser llamados
y que con desafiante impudicia
tejen una fina red sicalíptica.


Las palabras son
instrumento sonoro
de sus manos.
Ayer rodeaban
sin llegar a tocar,
hoy se atreven
a rozar la piel,
rebotan
como un eco
y regresan
llevando consigo
el rocío
de una fragancia
que él recoge
con avaricia
y oculta
en sus entrañas
cual pócima secreta,
elixir
de placeres prohibidos.


Aun así,
desconocido,
no abandones,
ve y pregúntale
cuál es el secreto
que oculta al mundo.


Cártobas NicOh




martes, 8 de enero de 2013

"el espía"


Se dio cuenta de que estaba enamorado de ella cuando, por primera vez en seis meses, no acudió a su cita semanal. Era viernes, a punto de concluir su jornada laboral, y ella no había aparecido. Cerró por un momento los ojos y la trajo consigo, tal y como la recordaba. Llegaba siempre con mucha prisa, elegía las flores sin vacilar, siempre diferentes, pagaba y se iba como había entrado, como una exhalación. Al principio le pareció un tanto petulante, pues apenas atendía sugerencias, en realidad no escuchaba; con el tiempo se acostumbró a sus maneras, llegando incluso a despertar cierta simpatía e inusitada atracción en él.

¿Regresaría a la semana siguiente? ¿se habría mudado de ciudad? ¿habría cambiado de floristería?, un rosario de preguntas se agolpaba en su cabeza queriendo encontrar respuesta, mas el silencio fue todo lo que pudo devolverles, de momento.

Y llegó el turno del siguiente viernes, y tampoco apareció. Cuanto más espacio devoraba su ausencia, más se instalaba la nostalgia y la tristeza en su corazón, la echaba de menos, sí. Anhelaba su presencia; que, aunque breve, era tan intensa que arrasaba todo a su paso como un vendaval.

Descorazonado, un viernes más, cerró la verja de la tienda y, sin rumbo fijo, dejó que sus pies le condujesen calle abajo. La noche se estrenaba y el trasiego de gente se intensificaba en algunas zonas, como bares y restaurantes. Comenzaba el fin de semana y con él venían de la mano, en un gran manojo, horas cargadas de intensas sensaciones, placeres y goces.

Estaba a punto de cruzar en un semáforo cuando, de repente, la vio. Era ella, no había ninguna duda. Caminaba delante de él, a escasos metros. Casi podía tocarla, cual flor silvestre, cercana pero inalcanzable, porque así la veía, indómita e inaccesible. No pudo reprimir una placentera punzada de regocijo al comprobar que estaba sola.

Se dejó estar a su espalda y siguió sus pasos. Ella continuaba recto, en dirección al mar. De repente, aminoró el paso, giró a la izquierda y se dirigió al encuentro de un joven que la estaba esperando.
Él se detuvo, era preciso guardar una prudente distancia para que no advirtiesen su presencia, si ella le reconocía se abriría el mundo bajo sus pies y se hundiría en el abismo de la vergüenza.

Se fundieron en un cálido y sensual abrazo, la boca de él fue en busca de la de ella, se encontraron y allí se perdieron ambos, entre salobres fluidos y placeres en busca de ser saciados. La envidia o los celos, desplegando su fétido aroma, le incitaron a que fuese zarza que ahoga hermosas flores con sus espinas. Se dejó estar, su papel era de espectador, no de protagonista.
Por cada mirada que ella le dedicaba a él, por cada intercambio de caricias, en su interior se iba enredando una oscura y retorcida pasión, inyectada de veneno.

La madrugada comenzó a salpicar el lienzo de la cúpula celestial, puntual mensajera del nuevo día que estaba por llegar. Era hora de regresar a casa, la nostalgia cedía el paso a la esperanza, había descubierto el jardín de sus días y sus noches, su hogar.
Ya no era necesario que ella fuese a buscar los ramos a su tienda, él se los dejaría a la puerta de su casa. Puntual, cada viernes, como siempre había venido siendo hasta no hace mucho. Si lograba despertar su atención, tal vez se fijase en él, tal vez podría llegar a…, oh… si eso llegase a ocurrir, sería el hombre más feliz sobre la faz de una fértil tierra.
Y la semana transcurrió insólitamente lenta, se aferraba a los días cual hiedra a la pared para subsistir.

Y llegó el día esperado. Preparó con mimo y esmero un ramo especial, de los que sabía a ella le fascinaban. Ufano y satisfecho ante la visión de su obra, ahora tan solo restaba entregarlo. Veinte minutos de camino, tiempo necesario para que ahora se hallase frente a la puerta de su casa. Dudó unos instantes antes de pulsar el timbre. Se decidió. Ya no había marcha atrás. Al cabo de unos segundos oyó su voz a través del interfono. Preguntaba quién era. Él le respondió que traía unas flores y que se las dejaba en…, no pudo finalizar la frase; ella le interrumpió a bocajarro preguntando: “¿Es mi ramo de novia…?”
Un débil “sí” se proyectó hacia el exterior sin pedir permiso, y a continuación oyó un clic en el portón de entrada. Le había abierto y le estaba invitando a pasar, a entrar en su vida, en su casa, en su espacio...

Se decidió a traspasar la frontera, cerró la puerta tras de sí y caminó lenta y pesadamente hacia la entrada de la casa. Un frondoso y cuidado jardín la circundaba, y hasta él llegó un tímido y dulzón aroma de jazmín, aspiró profundo y se deleitó en sus notas.

El lazo de esparto que anudaba el ramo ya no ocupaba su lugar, ahora se enredaba sibilino entre los dedos de una de sus manos cual mortal trepadora ansiosa por enroscarse en el sol con las hojas.
A la derecha un anciano y solmene olivo protegía con su mayestática presencia el acceso al porche de la casa. Impresionado por su belleza giró la cabeza para admirarlo a su paso. Entonces algo sucedió, algo petrificó sus pies al suelo impidiéndole proseguir su camino, como si de repente ambos hubiesen echado profundas raíces bajo la tierra. Apenas tuvo tiempo de ver cómo el tronco del árbol se abría en dos gruesas compuertas ante su incrédula mirada, un fuerte empujón lo dirigió con acertada puntería hacia aquella oscura y profunda garganta que se había manifestado ante sus ojos. Fue engullido sin ninguna compasión ni remordimiento. Y así como el tronco se abrió, de la misma manera se cerró, imperceptible.

Ella salió al jardín para recibir al mensajero y recoger su ramo de novia, mas lo único que halló fue uno de sus ramos favoritos a los pies del viejo olivo. Lo recogió, ladeó la cabeza y, frunciendo el ceño, le dirigió una miraba que se paseaba entre la extrañeza y el desconcierto; aquel ramo, desde luego, no era el de novia, sino uno de sus ramos de los viernes. ¡Estos mensajeros...! ¡siempre con prisas!, se quejó en voz alta.

Antes de entrar, pasó la mano a modo de sutil caricia por el tronco de su viejo amigo. Las ramas se mecieron y, al rozarse entre ellas, emitieron un débil susurro de felicidad. 




lunes, 7 de enero de 2013

"epílogo" ~ charles baudelaire ~


A la montaña he subido, satisfecho el corazón.
En su amplitud, desde allí, puede verse la ciudad:
un purgatorio, un infierno, burdel, hospital, prisión.

Florece como una flor allí toda enormidad.
Tú ya sabes, ¡oh Satán, patrón de mi alma afligida,
que yo no subí a verter lágrimas de vanidad.

Como el viejo libertino busca a la vieja querida,
busqué a la enorme ramera que me embriaga como un vino,
que con su encanto infernal rejuvenece mi vida.

Ya entre las sábanas duermas de tu lecho matutino,
de pesadez, de catarro, de sombra, o ya te engalanes
con los velos de la tarde recamados de oro fino.

Te amo, capital infame. Vosotras, ¡oh cortesanas!,
y vosotros, ¡oh bandidos!, brindáis a veces placeres
que nunca comprende el necio vulgo de gentes profanas.




"el ángel caído" ~ arthur rimbaud ~


¡Yo! ¡Yo que me califiqué de mago o de ángel, dispensado de toda moral,
soy devuelto a la tierra, para que me busque un deber y abrace la rugosa realidad! 

Arthur Rimbaud



"botas rojas, negro mar"


no me gustan estas botas, y no es porque sean rojas, sino porque siento oprimidos mis tobillos cuando me las pongo, ralentizan mi caminar, me hacen daño.
y este dificultar, sin embargo, hace que repare en el paisaje que se extiende ante mí: un negro mar, sólido y rotundo, empero brillante y tentador.
más allá, en el espeso horizonte, titilan diminutas luces, tal parecen estrellas de almas inconclusas: queriendo ser, queriendo hacer, queriendo una mirada que no llega, queriendo un querer que se queda bajo el quicio de la puerta, y que sin entrar ya se va.

queriendo
sería queriendo
sin futuro perfecto
y presente continuo

quise
he querido
un pretérito imperfecto
querer infinitivo
querida
congelada
olvidada
participio inactivo

insisto, no me gustan estas botas. y ese negro mar, que se hace visible en mis sueños, intangible en mi realidad, está queriendo decirme algo, lo sé, tan solo en lágrimas recuerdo el sabor de su sal.
y estas botas rojas, de un rojocuasinegro, siguen mordiendo sobre mi carne sin dolor. no sé si es que me he resignado a su presión o es que la visión de este onírico mar distrae con su belleza la mordida. qué más da. 
ahora mismo todo da igual, sí. qué importa todo, si todo es nada. y nada es todo lo que puede llegar a ser toda tu vida en la nada de un instante. 

esta maldita falda
para qué la quiero
si me impide volar
volar



"el suicida errante" ~ primera parte ~

by cártobas alumbakata

Esta historia tiene su comienzo unos cientos de años atrás. Todo sucedió en un día de diciembre del año 1697, muy cerca de la catedral de Santiago de Compostela. Miguel había heredado de sus padres una hermosa tienda en la que vendía delicadas joyas e indumentarias para peregrinos. Era un lugar muy concurrido por las adineradas damas de la ciudad y alrededores, en pocos lugares como aquel podían encontrar piezas únicas y de tan extraordinaria belleza, que luego lucirían orgullosas en fiestas y bailes. Miguel era un hombre respetado y querido por todos sus vecinos, su generosidad y carácter hospitalario eran conocidos entre los peregrinos, muchos eran los que habían dormido bajo su techo y compartido su comida.

En esta época del año y por las tardes, una vez cerrada la tienda, montaba un pequeño puesto de castañas en la esquina de Rúa do Vilar con Praza do Toural. Era un hombre feliz asando castañas y ofreciéndoselas a la gente que por allí pasaba, los niños le adoraban y siempre hacían cola para escuchar sus fantásticos cuentos. Cada día y, como si de un ritual se tratase, escogía una castaña, la pelaba con sumo cuidado y comenzaba su relato, afirmaba que entre los surcos se ocultaban oscuros secretos y antiguas leyendas.

Pronto cumpliría treinta y nueve años, no era un hombre especialmente guapo pero sí muy atractivo. En su rostro, de facciones angulosas, llamaban poderosamente la atención sus profundos ojos negros bajo los cuales se dibujaban unos gruesos y sensuales labios. Una melena de color azabache acentuaba su atractivo. Muchas mujeres suspiraban por él y hubiesen aceptado gustosas ser su esposa si se lo hubiese propuesto, pero Miguel sólo tenía ojos para Irene y estaba enamorado secretamente de ella.

Irene era una muchacha muy hermosa. Su exhuberante cabello, intenso en brillo y color como el mismísimo fuego, se derramaba indómito sobre sus hombros y acariciaba con voluptuosidad su cintura; en su rostro fino y alargado se anclaban unos hermosos ojos de color miel protegidos por unas largas y espesas pestañas. Aunque era muy flacucha, tenía una grácil figura. Se conocían desde pequeños y, desde siempre, habían estado muy unidos; Irene decía de él que era su alma gemela, y nada le gustaba más que ayudar a Miguel en la tienda, porque según ella aquel lugar era mágico.

Una de las tareas que más le entusiasmaba era ayudarle a limpiar la fachada, hermosa talla en madera de un bosque de castaños que llamaba poderosamente la atención de todos los que por allí pasaban. Mucha gente acudía al lugar tan solo para admirar aquel delicado y soberbio trabajo. Irene no deseaba novio formal y él, ante el temor de ser rechazado, nunca se había atrevido a declararle abiertamente su amor. Una tarde, mientras ponía orden en la trastienda, encontró dentro de una vieja y olvidada caja de madera una hermosa piedra de ónix. Recordaba haber escuchado a su madre hablar de ella, era herencia de sus antepasados y tenía que pasar de generación en generación. Estaba obsesionada con el hecho de que nunca debería pertenecer a nadie que no fuese de la familia, si alguien rompía la cadena de sucesión una terrible y oscura desgracia caería sobre su persona y los suyos; y la piedra, a partir de entonces, elegiría a su propietario hasta regresar de nuevo a ellos.

Extraño cuento pensó Miguel mientras no dejaba de admirarla. De repente, el rostro se le iluminó, con esa piedra haría hermoso colgante y se lo regalaría a Irene en prueba de su amor. Estaba decidido a no llevarlo por más tiempo en secreto, estaba locamente enamorado de ella y quería proponerle matrimonio. Ese mismo día acudió a la tienda de su amigo Sebastián, el mejor orfebre de la región. Le mostró la piedra y le preguntó si podría tallarla en forma de castaña para un colgante. Sebastián accedió a su petición, aunque le dijo que tardaría una semana pues era un trabajo complejo y delicado.

Al día siguiente, engañando a Irene, le pidió si podía acompañarle hasta la tienda de al lado para ayudarle a elegir una pieza de terciopelo. Invadida por la curiosidad quiso saber para qué era y él le mintió contestanto que era un encargo de una clienta. Ella le creyó y aceptó, allí eligió una fina pieza de terciopelo negro, el de mejor calidad, el más suave y dulce al tacto. De regreso, no cabía en sí de gozo, ya veía el colgante en el cuello de su amada. Irene al verlo tan contento no pudo evitar pasar su mano por el cabello de Miguel, en un tierno gesto de afecto. Ante el contacto y el calor de sus dedos no pudo evitar estremecerse, y pensó que no era tan descabellado que ella sintiese lo mismo, quizás estaba a la espera de que fuese él quien diese el primer paso...


(continuará)



domingo, 6 de enero de 2013

"el tirachinas"


Se tumbó boca arriba sobre el colchón, apoyó la nuca sobre uno de sus brazos y dejó que la mirada vagara por el techo de la estancia recorriendo su perímetro. Una anodina bombilla pendía de un solitario cable desde el ¿centro?, sí, eso parecía. En torno a tan desoladora compañía, una espesa y sucia tela de araña vestía con encaje a la desnuda damisela. Seguro que la artífice de tamaña obra estaría oculta en sus aposentos, al acecho de que algún incauto insecto cayera presa de sus redes.

Aquella visión le condujo, sin pretenderlo, al ático de los recuerdos. Descorrió el telón, y sobre el escenario apareció un mozalbete de unos trece años, asomado a la ventana de su habitación admirando el sublime canto y majestuoso plumaje de un pájaro que, día sí y día también, se posaba sobre la misma rama del árbol que se alzaba ante la fachada de su casa. Su presencia, que duraba escasos instantes, era un regalo para los oídos y la vista; y él, siempre ufano, cuando se sabía centro de atención de la mirada del muchacho, levantaba el vuelo y desaparecía hasta el día siguiente.

La admiración se tornó en un obsesivo afán de posesión, ya no se conformaba con aquellos momentos de exquisito placer con los que le deleitaba el ave, quería más: soñaba tenerla con él y para él, siempre.

Anhelaba ser su dueño.

Dando por hecho que conseguiría su objetivo invirtió todos sus ahorros en la compra de una gran jaula y en acondicionarla para su futuro huésped.
Ahora, el próximo paso era preparar una trampa para cazarlo y así poder alojarlo en su nuevo hogar.
Lo intentó de una y mil formas, pero todo fue en vano. Una de dos: o él era demasiado lerdo o el maldito pájaro extremadamente astuto. Y, mal que le pesase, la evidencia se inclinaba por la segunda alternativa.

La frustración de no lograr lo que daba por hecho y de fácil consecución se volvió en su contra como arma arrojadiza. Cual veneno se mezcló con su sangre y contaminó su cerebro.
“Si no puedo tenerte, morirás”, vomitó para sus adentros desde el púlpito de la rabia.

Y llegó un nuevo día, y de su mano el fatal desenlace. La hora de la cita se aproximaba, él, como siempre, asomado a la ventana esperaba su aparición. Un brazo apoyado sobre el alféizar, el otro oculto tras la espalda, y la mano sobre un pequeño objeto que previamente había introducido en el bolsillo trasero izquierdo de su pantalón.

Puntual a su cita, acudió. Se posó en la misma rama, la de siempre. No había trampas ni engaños. Se confió, y decidió obsequiar al muchacho con su más bello canto.
Un certero golpe lo silenció para siempre, y con él la visión de tan hermoso ejemplar.

Su habilidad y excelente puntería con el tirachinas eran bien conocidas en todo el barrio. Muchos la habían padecido, otros tantos aplaudido. Ese día tampoco falló. Mató al pájaro y con el tiempo se dio cuenta de que también habían muerto dentro de él la ilusión de la espera, el placer de escucharle, de verle, de disfrutar de una belleza que no estaba concebida para ser poseída.

La puerta de la celda se abrió y con ella se cerró el telón de los recuerdos.
No estaba allí por haber matado a un pájaro, claro que no.

A Laura sí había logrado seducirla, 
conquistarla y cazarla. Y en una jaula la encerró, porque la quería sólo para él. No deseaba compartirla con nadie. Y ella se confió: confundió la posesión, la obsesión enfermiza de él por controlar su tiempo, dónde estaba, y con quién estaba, con el amor. Lejos estaba de serlo; mas no supo, no pudo o no quiso verlo.

Hasta que un buen día, ella enfermó de tanta posesión y decidió volar. Quiso ser libre, no ser de nadie, ser de ella y para ella. Las jaulas, aunque sean de oro, son jaulas.
Y el mismo pensamiento que acudió a la mente de él cuando no pudo capturar al pájaro se repitió con su mujer: “si no puedo tenerte, morirás.”
Esta vez no utilizó el tirachinas, una certera puñalada en el corazón cercenó su vuelo y su vida.

Ahora era él quien estaba tras los barrotes de una jaula.
La puerta de la celda se cerró de nuevo y la luz de la anodina bombilla se apagó. Era de noche, fuera de la cárcel y dentro de ella. Lugar solitario.




"leona"

"el rastro de tasio", portomaior, bueu, septiembre 2007.

El único parto de su madre y, a la vez, su nacimiento, fue casi mortal para ambas. El médico diagnosticó apenas unas horas de vida a la recién nacida, poco ya se podía hacer, únicamente esperar el fatal desenlace o… un milagro.

Rezaba como una posesa la madre, maldecía para sus adentros el padre.
Bajo la batuta de la incertidumbre las horas pasaban lentas y espesas, sin atisbo alguno de cambio.

La esperanza se iba esfumando con cada vuelta al ruedo del tiempo que daban las agujas del reloj. Entonces, sucedió lo inesperado, aquel frágil y moribundo ser emitió un potente llanto, rabioso y reivindicativo. Aún no había entrado en el reinado de la vida y ya había vencido a la muerte. Y así sería a lo largo de sus días: incansable luchadora, tozuda y valiente.

Leona, fue el nombre que le pusieron. No podía ser de otra forma después de su titánica lucha por irrumpir en este mundo. Creció como nació, peleona, resistente, fuerte, y acérrima defensora de su familia y valores. Como una auténtica leona, así era Leona. Y se lo decían, y le tomaban el pelo; y ella a veces se reía, otras tantas emitía un feroz rugido.

Su madre, quejumbrosa por naturaleza, se lamentaba del arisco e indómito carácter de su hija. Como no cambies, no encontrarás hombre que quiera acercarse a ti, los espantarás a todos, pronunciaba esta admonición, un día sí, otro también.

Y llegó el día en que Leona se enamoró, una insólita transformación a partir de entonces se produjo en ella. Su carácter se dulcificó hasta rozar la sumisión. Aquel hombre la había seducido de tal forma que parecía otra persona. La leona se había convertido en una mimosa gatita. Su madre, exultante de felicidad, no cabía en sí de gozo; su padre, preocupado, fruncía el ceño y entornaba los ojos.

El amor les obsequió con una hija, y, a su vez, el tiempo cubrió sus días con el fino y peligroso velo de la rutina. La verdadera naturaleza del marido de Leona fue asomando, tímidamente, día a día. Las pequeñas reprimendas dieron paso a los ácidos reproches, precursores de las feroces discusiones que no tardaron en desembocar en agresiones físicas, y éstas en palizas.

Leona luchaba, luchaba enconadamente por mantener unida su familia, adoraba a su hija y amaba a su marido; aun a pesar de todo el daño que le infligía, desgraciadamente cada vez con más asiduidad. Confiaba en que podrían superar aquella situación, sí, lo conseguirían. Todo lo malo que ahora estaban pasando desaparecería un buen día y la luz volvería a brillar en sus vidas, de nuevo, como al principio.

No fue así.
El fuerte portazo que acaba de oír no presagiaba nada bueno. Se levantó del sofá con su niña en brazos y se dirigió al dormitorio, todavía era lugar seguro. No pudo llegar. Una amenazadora y enrojecida mirada, cómplice del pestilente alcohol que destilaba su aliento se atravesó en su camino. No se enfrentó a él. No quería provocar su ira, ahora no; únicamente pensaba en su pequeña y en cómo alejarla del peligro que las envolvía.
Se apartó como pudo y logró su objetivo, dejar a su hija en la cuna. Salió de la habitación y, sin que él se diera cuenta, cerró con llave.

Un fuerte golpe en la espalda la catapultó hacia el suelo, donde cayó de bruces, una vez allí sintió el impacto de una brutal patada en el rostro. Una descarga de lacerante dolor se instaló en sus lumbares, a la par que abundante sangre manaba por las comisuras de sus labios. Aun así, con una agilidad asombrosa se giró sobre sí misma al tiempo que con la mirada buscaba a su agresor. Ya no estaba, había desaparecido. Como una exhalación se puso en pie, un débil suspiro de alivio escapó de su pecho al comprobar de un vistazo que la puerta de la habitación seguía cerrada, su niña estaba a salvo. La manga del jersey le sirvió de improvisada toalla para enjugar el espeso y cálido fluido que inundaba su boca.

Sus pasos la condujeron a la cocina, allí encontró lo que buscaba. Como un felino se mantuvo al acecho durante un buen rato, a la captura de cualquier delator sonido que le proporcionase la información que necesitaba para ubicar a su presa.
Con lentos y calculados movimientos consiguió llegar hasta el salón. ¿Dónde estará?, se preguntaba, sin perder de vista en ningún momento la guarida donde ocultaba a su cachorro.
No lo vio, pero sí lo presintió su agudo y fino instinto animal, el mismo que la hizo volverse y tumbarlo con un mortal y certero zarpazo sobre el cuello.
Dio media vuelta y fue en busca de su hija. La caza había finalizado, el predador había sido abatido.

Era el segundo zarpazo que daba a la vida: el primero para vivir, el segundo para sobrevivir.
Leona había vuelto; regresaba, de nuevo, la leona.

Cártobas NicOh




"el entierro"

by cártobas alumbakata

_ Llego tarde, ¡seguro que llego tarde a la cena, joder! Y todo por culpa de aquel lerdo imprudente, ¡me cago en la puta! a punto he estado de matarme.

No cesaba de proferir improperios y maldiciones, al tiempo que su pie derecho pisaba el acelerador con rabia, como si de la cabeza del susodicho se tratase. Ese día, esa misma noche, cenaba con los padres de Nuria, sus futuros suegros; y tan importante como la cena era la sorpresa que tenía para ella. Aprovecharía la ocasión para pedirle que se casara con él. Instintivamente echó mano al bolsillo de su chaqueta, para cerciorarse, y… sí, allí estaba la cajita que ocultaba un exquisito anillo de pedida.

Nervioso desvió la mirada hacia su muñeca izquierda, donde con exacta precisión, el reloj le informaba que, por el tiempo que restaba, era posible llegar puntual. Un profundo y sonoro suspiro de alivio escapó de su pecho. Aflojó ligeramente la presión del pie sobre el acelerador. Las prisas nunca son buenas consejeras, pensó, y hoy no es precisamente buen día para tentar al diablo.

Ya faltaba poco.
Para su desgracia, apenas diez minutos duró su tranquilidad, el freno, por segunda vez, hubo de ser pisado a fondo.
Una oscura mancha humana caminaba despacio, ocupando toda la calzada de lado a lado.

_ ¡¿Será posible…?!

Asomó la cabeza por la ventanilla para ampliar su campo de visión. ¡Lo que faltaba, un cortejo fúnebre! y ¡precisamente ahora que estaba a punto de llegar! ¡Dios! ¿qué más puede pasarme hoy? ¡morirme y rematar así tan fatídica jornada! su irritación iba in crescendo.

Detuvo el coche, dio marcha atrás y aparcó en un pequeño hueco que, casualmente, estaba vacío entre una larga hilera de coches.
Con rapidez recorrió mentalmente la distancia que tenía por delante; si me doy prisa, llegaré puntual, resolvió.
Cerró la puerta y con paso apurado emprendió el camino hacia la casa de sus futuros suegros. Para evitar que el lento caminar de la gente que acompañaba el sepelio le obligase a aminorar su paso, se dirigió hacia el lateral derecho de la calzada, subió a la estrecha acera y en señal de respeto agachó ligeramente la cabeza.

A punto estaba de rebasar el automóvil que contenía el féretro, en ese momento giró la cabeza, a saber por qué o a causa de qué; el caso es que su mirada se tropezó con la siguiente inscripción de una de las tantas coronas de flores que colgaban silenciosas de los laterales: “Tus padres que te quieren y no te olvidan”.
Lo típico de siempre en estos casos, pensó. La luctuosa ocasión no deja lugar a la originalidad, no.

Su mirada, distraída y curiosa, se paseó por la siguiente, que rezaba así: “Siempre te recordaremos. Tus amigos”.
Había una tercera que despertó su atención: “Miguel, te quiero y...”
No pudo leer el mensaje completo, unas pequeñas ramas se habían enganchado en el lazo mortuorio y tapaban parte del texto. Será de su mujer, pensó, es lo más lógico.

¡Vaya, así que se ha muerto Miguel! ¡Pobre! Sabía que estaba muy enfermo, y que desde hacía unas semanas estaba hospitalizado, o al menos esa era la información que había oído circular por el barrio días atrás.
Miguel, durante muchos años, había sido el portero de su edificio. Era un buen hombre, los recuerdos que tenía de él eran gratos y cálidos.
¡No somos nadie! pronunció para sus adentros.

El morbo, la curiosidad, la sordidez… qué más da, hicieron que volviese su mirada en busca de la familia. Justo entonces una ráfaga de viento apartó las ramas que se habían enredado en el lazo de la corona, sus ojos se quedaron clavados en un nombre: “Nuria”.

No era Miguel, el portero, quien iba dentro de aquel féretro, no, claro que no.

Entonces la vio, los vio… a su novia, a su familia, a sus amigos, ellos eran los que presidían aquel triste cortejo.

Ese día, ese aciago día, era el de su entierro. Y, sí, su nombre también era Miguel.





"no decía palabras" ~ luis cernuda ~


No decía palabras,
acercaba tan sólo un cuerpo interrogante
porque ignoraba que el deseo es una pregunta
cuya respuesta no existe,
una hoja cuya rama no existe,
un mundo cuyo cielo no existe.

La angustia se abre paso entre los huesos,
remonta por las venas
hasta abrirse en la piel,
surtidores de sueño
hechos carne en interrogación vuelta a las nubes.

Un roce al paso,
una mirada fugaz entre las sombras,
bastan para que el cuerpo se abra en dos,
ávido de recibir en sí mismo
otro cuerpo que sueñe;
mitad y mitad, sueño y sueño, carne y carne,
iguales en figura, iguales en amor, iguales en deseo.

Aunque sólo sea una esperanza,
porque el deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe.





"la mujer de la arena" ~ Hiroshi Teshigahara ~


"Es mejor tener tu nombre escrito en un libro de insectos que nada".


"La arena pudre las cosas."

“¿Excavas para sobrevivir o sobrevives para excavar?” 


- ¡No hay motivo para salir!
- ¡Puede salir a caminar, al menos!
- ¿Caminar?
- Sí, caminar, dar un paseo. ¿No es motivo suficiente? Antes de que yo llegara, ¿no salía a caminar por simples ganas de hacerlo?
- Sí, pero lo único que se consigue saliendo a caminar sin propósito es cansarse. (...) Sí, he caminado... -empezó a hablar con una voz monótona, apagada-. Ya lo creo que me hicieron caminar... Hasta que vine aquí... Solía andar mucho tiempo con el niño a cuestas. Me cansé a morir de caminar...
El hombre se sorprendió. ¡Qué manera de hablar más extraña! No supo qué contestar. Recordaba cómo unos diez años antes, cuando sólo quedaban ruinas de la guerra, todos anhelaban la libertad de no seguir caminando. Y ahora, pensó, ¿será que nos hemos cansado de la libertad de dejar de caminar? 



"aun cuando"


Despertando.
Asomando.
Respirando.
Aun cuando.
Y seguimos.
Volando.
Amando.




martes, 1 de enero de 2013

"nietzsche"


"Quien siembra en el espíritu, planta un árbol a larga fecha."


F.W.Nietzsche