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jueves, 31 de octubre de 2013

{ el rumor del oleaje } · yukio mishima



“El muchacho experimentaba una sensación de total armonía con la abundancia de la naturaleza que le rodeaba. Inhaló profundamente, y fue como si una parte de ese algo invisible que conforma la naturaleza hubiera penetrado hasta el centro de su ser. Oyó el rumor del oleaje que rompía en la orilla, y fue como si su sangre joven se agitara al ritmo de las grandes olas marinas. El hecho de que Shinji no experimentara ningún tipo de carencias musicales en su vida cotidiana se debía sin duda a que el mar satisfacía su necesidad.”


Yukio Mishima





{ el vecino }



Entró en el solitario ascensor. Pulsó el botón que marcaba el 4, y la máquina, obediente, comenzó su ascenso. Apenas unos segundos más tarde se detuvo en destino. Justo en el mismo momento que ella salía al rellano, el vecino que vivía justo enfrente hacía lo propio. Casi se toparon de bruces. Ella, cargada con bolsas de la compra, dio un respingo; él, con una maleta de viaje, maletín y un abrigo ocupando sus manos, no supo qué decir. Sus miradas se encontraron durante unos escasos segundos. Apresurado se disculpó y con rapidez se introdujo en el ascensor.

¡Caramba, al fin te conozco!, pensó ella.

Llevaba dos meses viviendo en aquel piso y todavía no conocía a ninguno de los vecinos de su planta. Lo único que sabía del vecino con el que acababa de toparse era que tenía una vida sexual muy, pero que muy activa. Sus dormitorios eran contiguos, pared con pared, e intuía que la cabecera de ambas camas se apoyaban contra la susodicha.
En más de una ocasión y ante la imposibilidad de dormir, dado el revuelo sexual que al otro lado tenía lugar, había optado por pasar la noche en el sofá.

Se oía de todo: jadeos, frases en voz baja pero fácilmente descifrables, y, sobre todo: el ritmo. Hubo noches que las dedicó a adivinar cuándo terminaría la faena. Cuando el movimiento se aceleraba, había orgasmo. Fin, a dormir.
Aunque esas eran las menos de las veces, pues siempre repetía, dos, tres… y así, una y otra vez hasta bien entrada la tarde del día siguiente.
¡Qué máquina el tipo! ¡coño!, que una no es de piedra. Además, su vida sexual, desde hacía no sabía ya cuánto, estaba bajo mínimos, mejor dicho era inexistente.

Introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta y entró. Se detuvo un instante en el recibidor y recordó lo sucedido al salir del ascensor: “pues sí que es atractivo el puñetero”.
Pasaron los días, y la anécdota cayó en el olvido.  Volcada en su trabajo y viajando mucho, aquel mes había sido demoledor, muchas reuniones y proyectos a desarrollar.

¡Por fin en casa!, suspiró cuando cerró la puerta tras de sí. Dejó las maletas en el suelo y lo primero que hizo fue subir persianas y abrir ventanas, necesitaba aire fresco.
Hecho esto, el paso siguiente era una buena ducha. El baño de su habitación daba a un patio interior y la ventana del mismo estaba justo enfrente de la de su vecino, las ventanas de sus dormitorios pegadas la una al lado de la otra, todas formando una U.

Estaba a punto de entornarla cuando reparó que enfrente, también en el baño y con la ventana cuasi abierta, alguien se estaba desnudando. Era él. Instintivamente se apartó y se arrimó a la pared para no ser vista. No pudo evitar volver a asomarse, despacio y con el temor de ser pillada in fraganti.
Tenía un cuerpo hermoso y deseable.
Se estaba excitando y no se daba cuenta. Aquella visión había despertado su aletargado apetito sexual.

Se atrevió a asomarse un poco más, y justo en ese instante él giró la cabeza hacia ella.
Su presencia había sido descubierta, ya no sabía si estaba colorada por la vergüenza o por la excitación, el caso es que lejos de apartarse permaneció allí, inmóvil y nerviosa.
Ella sabía que él era consciente que lo estaba mirando. Entendió su juego. Se introdujo en la ducha y comenzó a enjabonar su cuerpo. Aquello la turbó por completo. No pudo evitar que sus manos comenzaran a viajar por su cuerpo. Si él se acariciaba el pecho, ella le respondía haciendo lo propio acariciando sus pezones; la estaba invitando a imitar sus gestos.
Las manos de él se encontraron con su miembro, jugaron, resbalaron sobre él con el jabón y la excitación no solo creció en ella. La erección de él era más que evidente.
Su mano derecha bajó en busca de su clítoris, húmedo, excitado y caliente. Sentía que estaba a punto de estallar de placer.

Él en ningún momento había vuelto la mirada hacia ella. Continuaba con su juego, provocador y sabedor de lo que estaba sucediendo al otro lado. Su mano derecha agarró con precisión su miembro y comenzó a seducirse, a jugar, a danzar, ora rodeaba el glande con dulzura, ora su mano subía y bajaba por su geografía. Al principio más lento, ahora más rápido. Ella le seguía, no podía apartar la mirada de aquella visión, estaba como hipnotizada.

De repente, él se detuvo. Salió de la bañera, cerró la ventana y desapareció. Ella se quedó durante un rato pegada a la pared, desnuda, húmeda e inmóvil, sin saber qué hacer ni qué pensar.

El sonido del timbre de la puerta la devolvió a la realidad. De un sobresalto y desorientada echó mano del albornoz y se encaminó hacia la entrada. Acercó sus ojos a la mirilla y… allí estaba él. 

¡Dios! y ahora... ¿qué hago?

Apartó la cabeza, respiró hondo y le abrió la puerta. Entró arrollador, y sin pronunciar palabra alguna le arrancó el albornoz, la izó en brazos y la condujo al dormitorio. La besó y la acarició como ya no recordaba que se podía hacer ni sentir.
Allí follaron, gozaron y se devoraron el uno al otro sin compasión, ni horas contadas.
Ya nunca más tuvo que dormir en el sofá, ella se convirtió en la protagonista de todos sus revuelos sexuales.


Cártobas NicOh




{ todo cuanto amé } · siri hustvedt



«Las historias que relatamos sobre nosotros mismos sólo pueden relatarse en el pasado. El pasado se remonta hacia atrás, desde donde ahora nos encontramos, y ya no somos actores de la historia sino espectadores que se han decidido a hablar.En ocasiones, el rastro que dejamos se ve señalado por guijarros como los que Hansel dejaba a su paso. En otras, el rastro desaparece porque los pájaros han descendido al alba y han devorado todas las migajas. La historia vuela sobre las lagunas, rellenándolas con la hipotaxis de un “y” o un “y entonces”. Yo mismo lo he hecho en estas páginas para no salirme de un camino que sé interrumpido por baches superficiales y varios pozos más profundos. Escribir es un modo de localizar mi hambre, y el hambre no es sino un vacío.»



Siri Hustvedt





miércoles, 30 de octubre de 2013

{ las ciudades invisibles } · italo calvino



"Mis sueños los compone o la mente o el azar… Pero ni la una, ni el otro, bastan para mantener en pie sus muros… Ocurre con las ciudades lo que en los sueños: todo lo imaginable puede ser soñado, pero hasta el sueño más inesperado, es un acertijo que esconde un deseo, o más bien su inversa: un temor. Las ciudades, como los sueños, están construidas de sueños y temores, aunque el hilo de su discurrir sea secreto, sus normas absurdas, sus perspectivas engañosas y cada cosa esconda otra."

Italo Calvino




{ el cielo es azul, la tierra blanca } · hiromi kawakami



-Maestro- murmuré- Maestro, no sé volver a casa. 

Pero el maestro no estaba allí. Al preguntarme dónde estaría aquella noche, me di cuenta de que nunca habíamos hablado por teléfono. Nos encontrábamos por casualidad, paseábamos juntos por casualidad y bebíamos sake por casualidad. Cuando le hacía una visita en su casa, me presentaba sin previo aviso. A veces estábamos un mes entero sin vernos. Antes, si mi novio y yo no nos llamábamos ni nos veíamos durante un mes, empezaba a preocuparme. ¿Y si hubiera desaparecido como por arte de magia? ¿Y si se hubiera convertido en un auténtico desconocido? 
Pero el maestro y yo no éramos novios, así que no nos veíamos a menudo. Pero aunque no coincidiéramos, el maestro nunca estaba lejos de mí. Él nunca sería un desconocido, y estaba segura de que aquella noche se hallaba en algún lugar.
La soledad se adueñaba de mí por momentos, así que decidí cantar. Empecé cantando “Qué bonito es el río Sumida en primavera “, pero no era una canción muy adecuada a la época del año, así que la dejé a medias. Intenté recordar una canción invernal, pero no se me ocurrió ninguna. Al final me acordé de una canción para ir a esquiar titulada “Las montañas plateadas brillan bajo el sol de la mañana”. No reflejaba en absoluto mi estado de ánimo, pero era la única canción de invierno que se me ocurrió, así que empecé a cantarla.
Canté hasta “El cielo es azul, la tierra es blanca”, pero no conseguía recordar los últimos cuatro compases.
Me detuve bruscamente en la oscuridad y me puse a pensar. La gente que venía de la estación pasaba por mi lado, tratando de esquivarme. Cuando empecé a tararear la tercera estrofa en voz alta, los transeúntes que venían en dirección contraria daban un amplio rodeo cuando llegaban a mi altura.
Incapaz de recordar la letra, sentí ganas de llorar de nuevo. Mis piernas se movían solas y las lágrimas me rodeaban por las mejillas en contra de mi voluntad. Alguien pronunció mi nombre, pero no me volví. Pensé que había sido una alucinación auditiva. Era imposible que el maestro estuviera allí en ese preciso instante.


- ¡Tsukiko! – me llamó alguien por segunda vez.


Cuando giré la cabeza, ahí estaba el maestro. Llevaba una chaqueta ligera que parecía abrigar y su inseparable maletín en la mano. Estaba de pie, tieso como de costumbre.


Hiromi Kawakami




{ el aserradero, historia de una ejecución }

#en tablas
foto: © Cártobas NicOh


Como cada domingo, y desde que se había jubilado, Juan se acercaba hasta su viejo aserradero. Le gustaba pasear en silencio, y evocar el cálido olor a madera y serrín que tantas veces había sido su fiel compañero; gran parte de su vida se había tallado entre las paredes de aquel lugar. La nostalgia pasaba con ternura el brazo por sus hombros y él se dejaba acariciar sin oponer resistencia.

Se asomó a una de las ventanas que daban a la parte de atrás. Allí, una oscura montaña de ancianos tablones de madera, maltratados por el viento y la lluvia, se apoyaban los unos sobe los otros, cual bastón, en busca del apoyo necesario para mantenerse en pie y no derrumbarse. De un vistazo pudo comprobar que todo estaba en su sitio.
Dio media vuelta y se dirigió hacia la salida, la visita había finalizado. Ya en la calle giró hacia la izquierda, subió dos pequeños escalones y bajo el amparo de los frondosos árboles del parque, emprendió el regreso a su casa.

A medio camino, decidió sentarse en uno de los bancos dispuestos en forma de círculo, como un anillo, en torno a una coqueta fuente de piedra sobre la que descansaban cuatro mitológicos seres que vomitaban agua por sus bocas. Se quitó el sombrero, y sobre la frente perlada de sudor deslizó un pulcro blanco pañuelo de exquisito hilo, bordado con sus iniciales, que extrajo de uno de los bolsillos interiores de su chaqueta. ¿Hacía calor? o ¿era él que estaba acalorado? La verdad, le importaba bien poco la respuesta; hoy, ahora, se la traía al pairo el calor, su hipertensión, su pulso, el azúcar, el colesterol… no sabía si estaba preparado para morir, pero sí que lo estaba para vivir sin miedos.

Ay, Adela, pensó para sus adentros, qué bien te vendrán estos rayos de sol. ¡Es tan húmeda tu morada, querida! Cerró los ojos, y allí estaba ella: joven, sensual, provocadora, deseable y... demasiado ambiciosa.
Tenía apenas treinta y cinco años cuando se casaron, él ya había cruzado el umbral de los sesenta. Ríos de tinta, no, océanos de oscura y escandalosa tinta inundaron el pueblo cuando se destapó su relación y más tarde se celebró su boda. Le tacharon de loco, ingenuo, senil, iluso… Juan no les prestaba ni la más mínima atención. Los motivos de aquella decisión se los guardaba muy mucho para él, no tenía ninguna necesidad ni ganas de dar explicaciones. Y mira que habían intentado sonsacarle, él ni “mu”.

Que Adela era lo que todos proclamaban, no lo ponía en duda: una “calientapollas" y una "cazafortunas", también. Juan no se casaba para obtener de ella el sexo por el que muchos suspiraban, claro que no. Él ya había tenido mucho sexo y muy bueno; y si algún día le apetecía echar un polvo, no era Adela el tipo de mujer objeto de su deseo ni motivo de sus calenturas.

Aquella mujer se había burlado de muchos y causado mucho daño a otros tantos que habían caído atrapados en sus redes. En especial recordaba a Eladio, el hijo de su mejor amigo, enamorado hasta la médula de aquella malvada mujer, a la que colmó de regalos y atenciones. Toda vez que obtuvo de él lo que quiso, joyas y dinero, lo dejó para irse con otro; igual de rico, igual de necio. Así era Adela, descarada hasta el insulto. Sus tropelías amorosas tocaron fondo cuando Eladio, roto de dolor y humillado, se suicidó arrojándose al mar desde el acantilado “O burato da Alondra”.


La única condición que exigió Juan para casarse con ella fue: fidelidad absoluta. No follaría con él, tampoco lo haría con otros hombres mientras estuviesen casados y él vivo. A cambio le entregaría una más que jugosa renta anual de la cual podría disponer a su antojo. Ella, cegada por el dinero, no lo dudó y le dio su palabra de que así sería. Casarse con aquel hombre suponía hacerlo con la mayor fortuna del pueblo y de muchos pueblos de los alrededores, y a eso sí que no estaba dispuesta a renunciar. Qué importaba no tener sexo, si a cambio podría tener todo lo que quisiera: ropa, joyas, caprichos, buenas comidas, viajes, criados, casas, y todo aquello cuanto se le antojara.

Juan, paciente, sonrió.
La novedad le duró a Adela lo que tardó en llenar sus armarios y joyeros. Cuando la abundancia y derroche se convirtieron en rutina, el aburrimiento asomó para instalarse en su vida. Gastar dinero ya no le producía placer. Necesitaba ocupar aquel vacío de alguna manera o se moriría de asco, al lado de un vetusto y tedioso marido. Su cabeza comenzó a burbujear como una marmita hirviendo. Quería gozar sin perder lo que tenía; engañar sin ser descubierta; ser la de antes con los lujos de ahora.
Querer y romper su promesa fue todo uno.

Juan, fingió no enterarse de nada, aun a sabiendas de que era el objeto de burlas y chanzas de todos sus vecinos; él a lo suyo, de momento, a seguir no sabiendo. Ella, confiada, continuó con sus devaneos, ahora únicamente buscaba en los hombres su atractivo; el dinero importaba, pero mucho menos.
Para solaz de sus vecinos, un buen día Adela desapareció del pueblo y nadie supo decir cuándo, porque nadie la echó de menos. Todos coincidían y aseguraban que se habría fugado con algún necio adinerado.
¡Qué favor le ha hecho a su pobre marido!, se congratulaba la colectividad al unísono cuando Juan regresó al pueblo de su larga estancia en un balneario al que tuvo que acudir por motivos de salud.

¡Pobre Adela!, pensó para sus adentros Juan al recordar la sorpresa ya eternamente dibujada sobre su rostro. Ella, que imaginaba a su marido a muchos kilómetros de casa, danzaba de felicidad sobre su ausencia. ¡Ojalá no regreses nunca!, deseó fervientemente.
Mas él regresó, y lo hizo para regalarle un viaje, el último que haría en su vida, y sin acompañante.
Un certero y mortal golpe en su nuca, un poco de frío para congelar su belleza y unos recortes corporales con la, todavía, afilada hoja de la sierra de su aserradero fueron la sentencia que dictó Juan por incumplimiento de palabra.

En volver locos a los hombres tenías muchas tablas, Adela; tantas como las que ahora se apiñan tras el aserradero y velan tu eterno y troceado descanso, pensó Juan al tiempo que abría los ojos, se levantaba del banco y echaba a andar camino de su casa.

Cártobas NicOh




martes, 29 de octubre de 2013

{ there is a light that never goes out } · the smiths




(...) And if a double-decker bus
Crashes into us
To die by your side
Is such a heavenly way to die
And if a ten-ton truck
Kills the both of us
To die by your side
Well, the pleasure, the privilege is mine (...)

The Smiths




{ compañeros }

#compañeros
foto: © Cártobas NicOh


Tienes ojos oscuros.
Brillos allí que oscuridad prometen.
Ah, cuán cierta es tu noche,
cuán incierta mi duda.
Miro al fondo la luz, y creo a solas.

A solas pues que existes.
Existir es vivir con ciencia a ciegas.
Pues oscura te acercas
y en mis ojos más luces
siéntense sin mirar que en ellos brillen.

No brillan, pues supieron.
saber es alentar con los ojos abiertos.
¿Dudar...? Quien duda existe. Sólo morir es ciencia.


Vicente Aleixandre





{ la cruz }



Antes de sentarse a comer descorrió las cortinas, aquel sábado había amanecido especialmente luminoso y cálido; el otoño, como un canto de cisne, estaba entregando lo mejor de su repertorio antes de la despedida. Abrió la ventana y asomándose por ella capturó una burbuja de aire, cerró los ojos y trató de adivinar su fragancia: olía a bosque, a una pizca de sal, a un puñado de tierra húmeda y a, a… ¿quemado! ¡Claro, como que se estaba quemando su comida!

Aprovechó lo comestible, y ya con el café sobre la mesa se dispuso a revisar unas fotografías que había sacado en el antiguo cementerio, que por cierto podía ver desde donde estaba sentada, contrastaban sus vetustos y abandonados muros con la cuidada iglesia parroquial.
Le gustaba el resultado, un tanto macabro y hasta sórdido, pero estaba satisfecha. Se detuvo en una de ellas, un detalle había despertado su atención, fue en busca de su lupa y la miró con detenimiento. Parecía... sí, tenía toda la pinta de ser una cruz, aunque estaba casi oculta por algunas piedras y matojos que habían crecido entre ellas. Para salir de dudas nada mejor que comprobarlo in situ.

Y dicho y hecho, apenas fueron necesarios cinco minutos para llegar hasta el lugar. Desde donde estaba ahora podía ver perfectamente la parte de atrás de su casa y la ventana tras la cual había estado sentada hasta hace poco.
Entró en el camposanto y trató de ubicar el lugar de la foto. Tardó poco en encontrarla pues recordaba perfectamente hacia dónde había enfocado su cámara.

En aquella tumba había estado enterrada doña Lola, la meiga del pueblo, muy respetada y más temida por todos los que la conocían, pues muchos habían pasado por su casa para invocar su ayuda, bien para expulsar el mal de los cuerpos, limpiar casas de malos espíritus o curar "el mal de ojo”. Rezaba la leyenda que siendo ya una anciana cayó gravemente enferma, tanto miedo inspiraba al vecindario que nadie quería cuidarla, les aterrorizaba llegar a escuchar alguna fatídica predicción de su boca. Tan solo una persona se atrevió a tal hazaña, y, de ser verdad el cuento, habría sido un antepasado suyo, por parte de familia paterna. Julia, era su nombre. Ella la había atendido hasta el fin de sus días.
Y esta es la historia a grandes rasgos. La que actualmente circula por el pueblo cuando su nombre es mentado.

Se agachó sobre el lugar que aparecía en la foto, y, efectivamente, allí estaba, semioculta, la cruz. No era pequeña, pues apenas cabía en la palma de su mano, y algo pesada. Estaba invadida por la tierra, hierbas y musgo, a saber cuántos años habría estado así, a la intemperie. Se quitó una de las dos camisetas que llevaba puestas y la utilizó de improvisado trapo para retirar lo que tenía adherido y, luego, de envoltorio. La introdujo en su bolso y abandonó el lugar; antes de partir arrancó una flor silvestre y la depositó donde había encontrado la cruz. Si alguien le hubiese preguntado por qué lo había hecho no sabría qué responder, porque ni ella misma lo sabía. Había actuado por puro instinto.

Al llegar a su casa la limpió cuidadosamente, ahora sí lucía en todo su esplendor, era realmente hermosa, sobrecogedora. Casi, casi, inspiraba algo de temor. El lunes se la llevaría a su amigo Manuel, estudioso y experto en este tipo de materias. Sabía que le encantaba todo lo relacionado con lo paranormal y esotérico. Disfrutaría de lo lindo, seguro.

Y llegó el lunes, el final de su jornada laboral se había extendido más de lo acostumbrado, apenas faltaban diez minutos para las diez de la noche. Y nunca mejor dicho, noche, pues ya había anochecido hacía un buen rato. Llegaba tarde a su cita con Manuel. Soltó un improperio y cerró malhumorada la puerta de su despacho. Se metió en el ascensor y bajó hasta el parking. Apenas ya quedaba gente en el edificio, todas las plantas estaban dedicadas a oficinas y la gran mayoría abandonaba el lugar entre las ocho y las nueve.

Iba camino de su coche cuando de pronto, sin saber de dónde ni cómo, apareció un hombre con una gran navaja en una de sus manos, amenazándola de muerte si no le entregaba ya mismo las llaves del coche, el dinero y las tarjetas de crédito. El susto le hizo retroceder unos pasos y enmudeció de miedo. Hizo ademán de abrir el bolso, mas su verdadera intención fue echarse encima de él y empujarle con todas sus fuerzas para luego echar a correr hacia el ascensor, que todavía seguía allí. Lo había visto de reojo antes de tomar esa decisión.
La jugada le salió mal, el tipo adivinó sus intenciones y levantó la navaja para hundírsela en el pecho. El bolso hizo de parapeto, el mortal metal se introdujo con gran facilidad en su interior, como cuchillo en la mantequilla, mas allí finalizó su recorrido al tropezar contra un muro: la cruz que se albergaba dentro. Un alarido de dolor salió despavorido de la garganta del ladrón, su muñeca casi se había partido y se dobló sobre sí mismo gimiendo. Aprovechó ella para correr hacia el ascensor, estaba a punto de entrar cuando sintió un fuerte golpe en las costillas, la había alcanzado, el muy cabrón no se daba por vencido. Se giró hacia él, allí le tenía de nuevo, frente a ella, con la fría muerte paseando y presionando sobre su cuello, a punto de hacer mella en su carne.

-¡Dame todo lo que tengas de valor dentro de ese puto bolso, zorra hija de puta! -ordenó amenazador y cabreado el tipo.

Sin apartar la vista de su cara, introdujo la mano derecha en el bolso, buscó la cartera y bajo la palma de su mano sintió la firmeza de la cruz. No se lo pensó dos veces, la agarró bien fuerte, y con todas sus fuerzas la levantó y dirigió hacia su garganta, donde la incrustó sin vacilar. La mirada amenazante dio paso a la sorpresa, que se dibujó sobre el rostro: clara y precisa. Cayó como un fardo y al momento, una oscura mancha se dibujó bajo su cuerpo.
Agotada se dejó caer al suelo y se quedó así, sentada durante un buen rato. No podía dar crédito a todo lo que había sucedido y mucho menos a su comportamiento, era como si otra persona hubiese actuado por ella.

La cruz, ahora ensangrentada, seguía aferrada a su mano, sí, así mismo era, porque había sido ella la que había tomado las riendas de la situación, como si tuviese vida propia había decidido qué hacer y cómo.

Se acordó de Lola, la meiga, y le dio las gracias. Los pétalos caídos de la flor que había depositado sobre su tumba dibujaron sobre el suelo una cruz. 



Cártobas NicOh




lunes, 28 de octubre de 2013

#mujeres que corren con los lobos



"Un cuerpo que ha vivido mucho tiempo acumula escombros. Es algo inevitable. Pero si una mujer regresa a la naturaleza instintiva en lugar de hundirse en la amargura, revivirá y renacerá. Cada año nacen lobeznos. Suelen ser unas criaturitas de ojos adormilados con el oscuro pelaje cubierto de tierra y paja que no paran de gimotear, pero que inmediatamente espabilan y se muestran juguetonas y encantadoras Y sólo quieren estar cerca y recibir mimos. Quieren jugar, quieren crecer. La mujer que regresa a la naturaleza instintiva y creativa volverá a la vida. Sentirá deseos de jugar. Seguirá queriendo crecer tanto en profundidad como en anchura. Pero primero ha de tener lugar una purificación."


Clarissa Pinkola Estés




#el idiota • fiódor dostoyevski

#max ernst

«¿Y qué, si esto es enfermedad?
¿Qué importa que se trate de una tensión anormal si su resultado,
tal como lo considero y analizo cuando vuelvo a mi estado corriente,
contiene armonía y belleza en el máximo grado,
y si en ese minuto experimento una sensación inaudita,
insospechada hasta entonces, de plenitud, de ritmo, de paz,
de éxtasis devoto que me sumerge en la más alta síntesis de la vida?»

Fiódor Dostoyevski





#el vientre marino argenta su pétreo rostro

#el vientre marino argenta su pétreo rostro
foto: © Cártobas NicOh


Todo me cansa, hasta lo que no me cansa. Mi alegría 
es tan dolorosa como mi dolor. 

Quien me diera ser un niño poniendo barcos de papel 
en un estanque de la quinta, con un dosel rústico de 
redes de parral poniendo ajedreces de luz y sombra 
verde en los reflejos sombríos de la poco agua. 

Entre yo y la vida hay un vidrio tenue. Por más nítidamente 
que yo vea y comprenda la vida, yo no la puedo tocar. 

¿Razonar mi tristeza? ¿para qué si el raciocinio es 
un esfuerzo? y quien está triste no puede esforzarse. 

Ni siquiera abdico de aquellos gestos banales de la 
vida de los que yo tanto querría abdicar. Abdicar es 
un esfuerzo, y yo no poseo el alma con que esforzarme. 

¡Cuántas veces me aflige no ser el accionador de aquel 
coche, el conductor de aquel tren! ¡cualquier banal Otro 
supuesto cuya vida, por no ser mía, deliciosamente me 
penetra para que yo la quiera y se me finge ajena! 

Yo no tendría el horror a la vida como a una Cosa. 
La noción de la vida como un Todo no me aplastaría 
los hombros del pensamiento. 

Mis sueños son un refugio estúpido, como un 
paraguas contra un rayo. 

Soy tan inerte, tan pobrecito, tan falto de gestos y de 
actos. 

Por más que por mí me interne, todos los atajos de 
mi sueño van a dar a claridades de angustia. 

Incluyo yo, el que sueña tanto, tengo intervalos en los 
que el sueño me huye. Entonces las cosas me parecen 
nítidas. Se desvanece la neblina en la que me cerco. 
Y todas las aristas visibles hieren la carne de mi alma. 
Todas las durezas miradas me duele saberlas durezas. 
Todos los pesos visibles de objetos me pesan por 
dentro del alma. 

La (mi) vida es como si me golpeasen con ella.


Fernando Pessoa





domingo, 27 de octubre de 2013

#una larga espera



Una ráfaga de viento empujó con fuerza la entreabierta ventana y la madera gimió al golpearse contra la pared. Aquel sonido sordo y seco hizo que se despertara sobresaltada. Se incorporó sobre la cama, y al comprobar la causa se sintió menos inquieta. El aire, invasor, era cálido y espeso, anunciaba tormenta y lluvia. Descalza se dirigió hacia la ventana para cerrarla, estaba a punto de encajar ambas hojas cuando el silencio se rompió con un leve quejido que semejaba un llanto. Se detuvo y agudizó el oído, tal vez fuese imaginación suya o el maullar de algún gato callejero. Pero no, no, alguien estaba llorando bajo su ventana, ahora estaba segura.

Se asomó, mas no vio a nadie. El voladizo que sobresalía de la pared, sobre la puerta de salida hacia la playa, ocultaba su identidad. Se aventuró a preguntar: “¿quién está ahí?, ¿hay alguien?”, no recibió respuesta alguna.


Agarró el chal que había dejado sobre la mecedora, se cubrió con él y se encaminó hacia la puerta. El miedo soplaba en su nuca, sentía su gélido aliento; aun así descorrió los cerrojos de la puerta y, con cautela, la abrió lentamente, al tiempo que su mirada recorría con avidez el espacio que se iba mostrando ante ella, tratando de identificar alguna forma humana. Inspiró profundo y se atrevió a salir. Entornó los ojos para escudriñar el horizonte, a izquierda y derecha; y, de nuevo, nada. Dirigió entonces su mirada hacia la playa y, a lo lejos, caminando hacia el mar, la divisó. Era una mujer, e iba vestida con, lo que parecía, un blanco camisón. El viento lo agitaba con fuerza, tal parecía una nívea bandera amarrada a un mástil humano. Mascarón de proa de una nave fantasma.


Con grandes zancadas fue recortando el espacio que mediaba entre ambas. Estaba casi a su altura cuando la mujer se giró hacia ella. El rostro, oculto bajo sus manos, estaba arrasado en lágrimas. Unas apenas audibles palabras manaban de su garganta. Se acercó a ella. Le preguntó qué le pasaba, qué hacía allí a esas horas, si podía ayudarla. La mujer, sin apartar las manos del rostro y sumergida en un llanto convulso, pronunciaba sin cesar: ¡¡¡Marina... Marina, mi niña, ¿dónde estás...?!!!


No sabía qué hacer, aquella mujer no atendía a razones, estaba totalmente fuera de sí. Se giró y echó a correr hacia la casa. Llamaría por teléfono a la policía. Se detuvo en seco y se volvió a mirar hacia la playa, temía que pudiese cometer alguna locura, como adentrarse en el mar y ahogarse. Sus pies se petrificaron sobre la húmeda y apelmazada arena ¡Ya no estaba, había desaparecido! Se adentró desesperada en el mar buscando la figura blanca. Era del todo imposible que la mujer pudiese haberse ahogado en los apenas cinco segundos que había tardado ella en girarse. No podía dar crédito a lo que estaba sucediendo. 


Se lanzó como una posesa a por el teléfono. La policía se presentó en el lugar. Dos embarcaciones peinaron la zona hasta bien entrado el amanecer. Fue en balde. No hallaron rastro alguno de ser humano, ni tan siquiera algún jirón de su ropa flotando en la superficie. Nada.

Tuvo la extraña sensación, por como la miraban, que comenzaban a dudar de sus palabras, como si todo aquello hubiese sido un macabro juego urdido por su solitaria y atemorizada mente ante la poderosa tormenta que amenazaba con desatarse.

Se introdujo en la casa y se acostó. Necesitaba dormir y reposar, seguro que tras un reparador sueño su mente estaría más lúcida para enfrentarse con frialdad a lo sucedido.

Como así fue.

Sabía a quién dirigirse, allí encontraría respuestas, seguro. Cruzó la calla y caminó la distancia de tres casas más arriba de la suya. Con decisión golpeó un viejo aldabón en forma de puño amenazador, suspendido sobre una gruesa puerta de madera pintada de color verde alga.

En respuesta a su llamada se abrió cual cueva a las palabras mágicas, a través de ella asomó una menuda y aparentemente frágil anciana, que, al reconocerla, desplegó una amplia sonrisa sobre unas desnudas encías. La invitó a pasar.

Relató con detalle los acontecimientos de la noche anterior. A medida que avanzaba la historia la mirada de la anciana se tornaba sombría y sus finos labios dibujaban un desconcertante rictus sobre su rostro; asentía en silencio con la cabeza, al tiempo que sus manos se entrelazaban sobre su regazo, como buscando calor y apoyo la una sobre la otra, a modo de reflexión.

Un inquietante silencio se instaló entre ambas mujeres. La una estaba a la espera de respuestas, la otra dudando si abrir o no las puertas de la verdad.

Por fin se decidió, sí, ya era hora de hacer algo, si es que se podía. ¿Por qué no intentarlo?
Y la respuesta llegó a ella.


La mujer que viste anoche, comenzó la anciana, no era humana. Está muerta. Hará de eso casi cien años. Se ahogó en el mar con Marina, su hija de quince años. Se aparece todos los años, la misma noche que murieron ambas ahogadas, un veintitrés de agosto. Y así comenzó el relato de la historia...

Aquel verano fue caluroso hasta el martirio, y aquella noche la más tirana de todas. Madre e hija, que vivían, por cierto, en la misma casa que tú habitas, salieron para darse un baño. Ajenas a todo estuvieron largo rato jugando en la arena, por lo que no advirtieron que durante ese tiempo se habían gestado amenazadoras nubes cargadas de electricidad y poderosa lluvia. El mar, apacible hasta entonces, se removió furioso en sus entrañas ante la provocación suspendida sobre él. Marina y su madre, decidieron darse un baño, estaban sofocadas. Ambas eran buenas nadadoras y se retaron a un duelo de distancia.

Y la tormenta estalló y con ella la rebelión del mar. Y en medio de ambos contrincantes, aquellas mujeres luchaban por alcanzar la orilla. La feroz lucha que sostenían el mar y el cielo las devoró a las dos. A Marina nunca la encontraron y el cadáver de su madre fue hallado sobre unas rocas a la mañana siguiente. Su larga melena estaba atrapada entre ellas cual oscura alfombra de algas mecida con sensualidad por la corriente marina.

Desde entonces vaga por la orilla del mar en busca de su hija; hasta que la encuentre, hasta que se encuentren, no descansarán en paz. Ninguna de las dos.
Abandonó la casa de la anciana. Ahora tan solo tenía que esperar paciente a que transcurriese el tiempo. Y los días cayeron, uno tras otro; las estaciones duraron lo que tardaba la siguiente en aparecer.


Una vez más era veintitrés de agosto, y de nuevo la noche, como venía sucediendo cada año, tejía la batalla que se desataría entre el mar y el cielo.

Salió de casa y encaminó sus pasos hacia la playa, firmes, con decisión; como si desfilara por una pasarela de arena.

Llegó hasta la orilla, se detuvo para sentir cómo el mar besaba sus dedos y luego prosiguió su camino, hacia adelante, hacia su interior.
Cuando ya no tocaba fondo extendió sus brazos y comenzó a nadar. Los elementos no tardaron en liberar toda su furia contenida. Fue entonces cuando se giró hacia tierra y comenzó a nadar hacia allí. Faltaba poco, sí, estaba a punto de llegar, lo conseguiría. El mar la arrastraba hacia atrás, el mismo mar que había besado sus pies ahora quería devorarla, quería besar su alma.

Divisó entonces la blanca figura de una mujer. Empleó en un último esfuerzo todas sus fuerzas, se irguió todo lo que pudo sobre la superficie y pronunció una frase, la respuesta a una eterna llamada: “¡mamá, estoy aquí! ¡ven!”

La mujer que estaba en la orilla la vio y sin vacilar se lanzó a las fauces de aquel mar que rugía salvaje cual predador hambriento. Nadó con decisión hasta donde estaba, y cuando estaba a punto de hundirse, la mujer se abrazó a ella con una fuerza inusitada y se abandonó a la mortal caricia que las engullía. Dulce rendición.


La larga espera había tocado a su fin.


                                                                                                                               Cártobas NicOh



sábado, 26 de octubre de 2013

#tu nombre es sueño



no hace falta que me digáis eso de que perdéis la cabeza
por eso de que sus caderas...

ya sé de sobra que tiene esa sonrisa
y esas maneras
y todo el remolino que forma en cada paso de gesto que da.

pero, además la he visto seria ser ella misma
y en serio que eso no se puede escribir en un poema.

por eso, eso que me cuentas de que mírala cómo bebe las cervezas,
y cómo se revuelve sobre las baldosas
y qué fácil parece a veces enamorarse.

todo eso de que ella puede llegar a ser es puto único motivo
de seguir vivo y a la mierda con la autodestrucción...

todo eso de que los besos de ciertas bocas saben mejor es un cuento que me sé desde el día
que me dio dos besos y me dijo su nombre.

pero no sabes lo que es caer desde un precipicio y que ella aparezca de golpe y de frente
para decirte, venga, hazte y un peta y me lo cuentas.

no sabes lo que es despertarse y que ella se retuerza y bostece,
luego te abrace,
y luego no sepas cómo deshacerte de todo el mundo.

así que, supondrás que yo soy el primero que entiende
el que pierdas la cabeza por sus piernas
y el sentido por sus palabras
y los huevos por un mínimo roce de su mejilla.

que las suspicacias,
los disimulos cuando su culo pasa,
las incomodidades de orgullo que pueda provocarte
son algo con lo que ya cuento.

quiero decir que a mí de versos no me tienes que decir nada,
que hace tiempo que escribo los míos.

que yo también la veo,
que cuando ella cruza por debajo del cielo solo el tonto mira al cielo.

que sé cómo agacha la cabeza, levanta la mirada y se muerde el labio superior.

que conozco su voz en formativo susurro
y formativo gemido
y en formato secreto.

que me sé sus cicatrices
y el sitio que la tienes que tocar en el este de su pie izquierdo para conseguir que se ría,
y me sé lo de sus rodillas y la forma de rozar las cuerdas de una guitarra.

que yo también he memorizado su número de teléfono
pero también el número de sus escalones
y el número de veces que afina las cuerdas antes de ahorcarse por bulerías.

que no solo conozco su última pesadilla,
también las mil anteriores,
y yo sí que no tengo cojones a decirle que no a nada
porque tengo más deudas con su espalda
de las que nadie tendrá jamás con la luna (y mira que hay tontos enamorados en este mundo).

que sé la cara que pone cuando se deja ser completamente ella,
rendida a ese puto milagro que supone que exista.

que la he visto volar por encima de poetas que valían mucho más que estos dedos,
y la he visto formar un charco de arena rompiendo todos los relojes que le puso el camino,
y la he visto hacerle competencia a cualquier amanecer por la ventana: no me hablen de paisajes
si no han visto su cuerpo.

que lo de "mira sí, un polvo es un polvo",
y eso del tesoro pintado de rojo sobre sus uñas
y solo los sueños pueden posarse sobre las cinco letras de su nombre.

que te entiendo.
que yo escribo sobre lo mismo.
sobre las misma.

que razones tenemos todos.

pero yo
muchas más que vosotros.


De alguien pretérito que compuso
y me regaló este poema-canción.




#sueño para el invierno · arthur rimbaud



En el invierno iremos en un vagoncito rosa
con almohadones azules.
Estaremos bien. Un nido de besos locos reposa
en cada una de las blandas esquinas.

Cerrarás los ojos para no ver a través del cristal
hacer señas las sombras de la noche;
esas ariscas monstruosidades, populacho 
de negros lobos y negros demonios. 

Después sentirás tu mejilla rozada.
Un leve beso, como una loca araña,
te correrá por el cuello.

Y me dirás: «Busca», inclinando la cabeza;
y dedicaremos nuestro tiempo a encontrar 
ese animalito que viaja mucho.

Arthur Rimbaud




viernes, 25 de octubre de 2013

#soy un gato



«Soy un gato, aunque todavía no tengo nombre. No sé dónde nací. Lo primero que recuerdo es que estaba en un lugar umbrío y húmedo, donde me pasaba el día maullando sin parar. Fue en ese oscuro lugar donde por primera vez tuve ocasión de poner mis ojos sobre un espécimen de la raza humana. Según pude saber más tarde, se trataba de un ejemplar de lo más perverso, un shoshei, uno de esos estudiantes que suelen realizar pequeñas tareas en las casas a cambio de comida y de alojamiento. En algún sitio he escuchado incluso que, en ocasiones, esos crueles individuos nos dan caza y nos guisan, y luego se nos zampan. Aunque he de decir que, debido quizás a mi ignorancia y a mi poca edad, no sentí nada de miedo cuando lo vi. Simplemente noté que el shoshei en cuestión me levantaba por los aires en la palma de su mano, y que yo me sentía flotar. Una vez me acostumbre a esta novedosa perspectiva, tuve ocasión de estudiar tranquilamente su rostro. El sentimiento de extrañeza todavía permanece en mí hoy en día. En primer lugar hablaré de su cara: por lo que yo sabía, las caras de todo bicho viviente suelen estar cubiertas de pelo. Sin embargo, la suya estaba lisa y pulida como la superficie de una tetera. He conocido a lo largo de mi vida a muchos gatos, de orígenes diferentes, pero ninguno tenía una deformidad como la de ese tipo. Pero no sólo era eso. Había más. El centro de su rostro estaba ocupado por una enorme protuberancia, con dos agujeros en medio por los que, de vez en cuando, emanaban pequeños penachos de humo; algo que consideré ciertamente sofocante y fastidioso. Durante un rato me sentí enfermar por causa de esas asfixiantes exhalaciones. Ha sido sólo recientemente cuando he aprendido que aquel humo era producido por el tabaco, una cosa que, por lo visto, a los humanos les pirra.»

Natsume Soseki



#la capilla

#luz divina
foto: © Cártobas NicOh

Desde hacía un año era el responsable de la pequeña “Capilla del Santísimo” que se albergaba en la basílica. Faltaban ya pocos meses para su ordenación como sacerdote. Se sentía feliz y, a la vez, nervioso por la cercanía de este acontecimiento.

Lo que no sabía es que la vida estaba a punto de someterle a una dura prueba.
Aquel sábado, cercana la hora del cierre, reparó en la figura de una mujer que estaba sentada en el banco de la segunda fila, a la derecha del altar.
Arrimada a la esquina que daba al pasillo, casi hecha un ovillo sobre sí misma, apenas levantaba la cabeza durante el tiempo que permanecía allí dentro.
Pasada casi una hora, y antes de salir, se ponía unas oscuras gafas de sol y salía tan silenciosa como había entrado.

Y durante los tres meses siguientes la mujer no faltó a su cita. Siempre a la misma hora, en el mismo solitario lugar y adoptando la misma postura silente.
Lo que al principio nació como curiosidad con el tiempo se fue transformando. Se engañaba a sí mismo pensando que era puro interés cristiano lo que le movía a estar allí puntual cada sábado, a la misma hora que sabía ella llegaría. Nunca le había visto el rostro, mas presentía que los oscuros cristales de sus gafas ocultaban una profunda tristeza.

Llegó el día en que se encontró a sí mismo consumido por el fuego de la espera, contando uno tras otro los días que faltaban para volver a verla. Las semanas se hacían eternas, parecían meses, años. Las noches eran un tormento para su mente, a la que acudían sin ser llamados pensamientos que tomaban forma en su cuerpo. La sangre se concentraba en su pelvis como un caballo desbocado y salvaje. La carne se hacía cada vez más fuerte y robaba terreno dentro de su ser. Pensar en ella y tocarse buscando el placer era todo uno.

Todo su mundo, sus creencias, su fe, se estaban desvaneciendo como una cortina de humo. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿cómo luchar contra lo desconocido? ¿cómo vencer lo que parecía invencible?

El tormento crecía en la misma medida que el deseo. No sabía si estaba pecando, porque él no había fomentado ese sentimiento, ¿cómo sentirse pecador de algo no buscado ni propiciado? Y aun así sabía que estaba cometiendo pecado por sentir lo que sentía.
¡Dios! ¿qué me está sucediendo y por qué?, se preguntaba. Y rezaba, rezaba pidiendo fuerzas a Dios para poder soportar y resistir. Mas sus oraciones parecían no ser escuchadas. Allí, dentro de él, permanecía aquel fuego que, lejos de apagarse, cada día crecía y se alimentaba con la necesidad de volver a verla.

Llegó el sábado en que decidió adentrarse en su infierno para luchar contra el demonio de la carne. Vencer o morir. No podía ser de otra forma.
Puntual como siempre, y el mismo sitio, allí estaba. Ahora la miraba con otros ojos, se fijó en su ropa, su cuerpo, su cabello. Se dio cuenta de que la miraba como hombre y no como alguien que estaba a punto de ser sacerdote.

No supo cómo lo hizo pero se encontró sentado detrás de ella. Se desplazó hacia el lado derecho del banco para poder mirarla mejor. Tenía un perfil grave. En un momento que alzó la cabeza hacia el altar pudo comprobar cuánta tristeza destilaba su mirada.
Sus manos, apoyadas la una sobre la otra, se daban calor y apoyo; tal vez el que ella no tenía.

Se levantó, y, como siempre hacía, se puso las gafas, recogió su bolso y se encaminó hacia la salida. Absorta en sus pensamientos no advirtió su presencia.

Sin pensarlo dos veces, corrió hacia el altar, se quitó la sotana, la ocultó tras una columna y salió en su busca. Sabía que salía siempre por una de las puertas laterales de la basílica y hacia allí dirigió sus pasos. Salió al exterior, bajó apresuradamente las escaleras al tiempo que la buscaba con la mirada. Caminaba calle arriba, hacia la avenida principal.

Se dejó estar a una distancia prudencial, estaba tranquilo pues sabía que no corría peligro de ser descubierto. Al menos, no por ella.
Entró en una cafetería y se sentó al fondo, a una mesa que estaba arrimada a la pared.
Él hizo lo propio, pero justo enfrente.

Fingiendo mirar la carta, desvió la mirada hacia su mesa. Oyó cómo pedía un café al camarero. Él, también, pidió lo mismo.
Ahora, o nunca; se dijo. Se levantó y, con paso firme, fue donde ella estaba.

-¿Puedo invitarla? –las palabras salieron solas, casi sin pedir permiso.

Ella levantó la mirada hacia él. Sorprendida por la invitación, la educación y formas de aquel muchacho no pudo por menos que sonreír y aceptar con una inclinación de cabeza.
Arrimó una silla a la mesa y se sentó a su lado. Y tras la silla vinieron horas y horas de conversación, y tras la conversación la inevitable salida del local.

- Me gustas –pronunció ella.
- Y tú a mí.

Y en la cama de la habitación de un hotel cercano él conoció el sabor de la carne y encontró respuestas a preguntas que hasta ese día le habían atormentado.
Tras la columna del altar se quedó para siempre la sotana.

Cártobas NicOh