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miércoles, 5 de diciembre de 2012

"ella y su sexo, él desde un patio interior"


El coño de mi vecina sabe a mejillón del Cantábrico, sus tetas a tortilla de patata y en su culo de trufa me bebería una botella de champagne francés, repito una y otra vez asomado a la ventana mientras me fumo el enésimo cigarro del día esperando tener la santa suerte de mirarla, a través de las cortinas de su ventana, desnuda y masturbándose.

Y es que mi vecinita es una cachonda, y a mí me pone más cachondo todavía. Vivo en una perenne erección desde que descubrí sus intimidades. Y no puedo pensar en otra cosa que no sea lamer, chupar, masturbar, folla, saborear su maldito cuerpo, su coño y su culo. Ya no recuerdo las pajas que me hecho pensando en ella. Ni de adolescente me la machacaba tanto.

¿Cómo comenzó todo? Por una puta casualidad, como la mayoría de las cosas en mi vida.
Hará un par de semanas, después de una fuerte discusión con mi novia, salí a la terraza para templar los nervios fumando un canuto. Lo encendí, aspiré hondo y con los brazos apoyados sobre el balcón me asomé al patio interior. El calor era infernal a pesar de que casi eran las tres de la madrugada. Despertó mi atención una tenue luz un piso más abajo. Entorné los ojos y la vi. Estaba desnuda y echada sobre la cama. Di un respingo, enfoqué la mirada, y la paseé por su cuerpo. ¡Joder, tiene un buen polvo la vecina!

En apenas unos segundos ya la tenía dura como una piedra y, aunque las cortinas impedían una visión definida de sus formas, la testosterona y mi imaginación se encargaron del resto.
Un sonido hizo girar su cabeza hacia la mesilla y agarró el móvil. Casi daba por finalizada mi sesión de recreo visual pero, no... flexiona las rodillas, cambia el teléfono de mano, lo pasa a la izquierda, y con la derecha liberada comienza a acariciarse las tetas, se pellizca los pezones, a la par que arquea la espalda como una gata. Abre la boca y su lengua asoma lasciva y húmeda, relamiéndose sobre los labios.
¡Me cago en la puta! ¡sexo telefónico! ¡esto no me lo pierdo por nada del mundo! además, me enloquece ver cómo se masturba una mujer.

La mano desciende hacia el vientre y desaparece entre sus ingles. La cabrona se está masturbando. A saber quién le está comiendo la oreja al otro lado de la línea. Mal no lo debe hacer porque la muy perra se retuerce como una serpiente. Algún que otro jadeo se le escapa y llega hasta mis oídos.
Me giro y miro hacia el interior de nuestro apartamento. Las luces continúan apagadas, y todo está en silencio. Mi novia duerme, sin duda. Nuestro último polvo ya es historia. Cada vez follamos menos y discutimos más. ¡Que le den!

Vuelvo a centrar la atención en la vecina y en mi polla. Su mano sigue moviéndose en círculos sobre su coño. Imagino sus dedos acariciando el clítoris. Su coño mojado y dilatado, pidiendo a gritos que la follen. Su culo hambriento de ser penetrado. Creo que la voy a a acompañar en su coreografía sicalíptica desde un piso más arriba.

Introduzco mi mano bajo el pantalón. Tengo la polla ardiendo y dura como una barra de acero. Sin apartar la vista del coño de mi vecina, acaricio mi glande y me imagino que ella me la está chupando y lamiendo. Se aflojan mis piernas, una oleada de placer baja por mi espina dorsal y se concentra toda en mi pelvis. Escupo sobre la palma de la mano y dejo que se deslice arriba y abajo. Despacio, no quiero correrme antes de tiempo. Estoy disfrutando como un loco. ¡Esto es la puta hostia!
Iza su cuerpo sobre la cama, se pone a cuatro patas e introduce la mano en su coño mientras mueve las caderas en círculos. La están follando por detrás. Me posiciono y la enculo, hasta dentro, bien fuerte. Hasta reventar ambos de placer.
¡Voy a estallar, me cago en Dios!

La muy puta acelera el ritmo, creo que se va a correr, y yo también. Siento cómo asciende el semen y exploto en un bestial orgasmo. Los dos explotamos. Embadurno mi polla con la leche que ha escupido y dejo caer mi cuerpo laxo sobre una de las sillas.

Quiso la casualidad que me topase con ella en el interior del ascensor en varias ocasiones. Y dentro de aquel habitáculo la empujaba contra la pared y follábamos como animales salvajes. Al abrirse la puerta ella sale, y con un cortés hasta luego me devuelve a mi anodina realidad. Y en la boca me queda un regusto salado.

Sí. El coño de mi vecina sabe a mejillón del Cantábrico, sus tetas a tortilla de patata y en su culo de trufa me bebería una botella de champagne francés.



"tres"


Viernes noche.
Hacía ya un par de horas que los últimos clientes habían abandonado el restaurante. No recordaba cuándo, pero tenía la certeza de que sus pies habían sido devorados por dos lenguas de fuego sobre las que caminaba, cual brasas ardientes. Entró en la cocina, cogió un cubo, lo llenó con agua caliente, añadió un buen puñado de sal y allí, dentro del fluido y salobre elemento, las lenguas, sometidas a un taumatúrgico efecto, acallaron sus voces. Echó hacia atrás la cabeza, la apoyó contra la pared y cerró los ojos intentado relajarse. Una placentera sensación ascendía tímida por sus tobillos, alcanzaba las rodillas, se enredaba en ellas y, tras un nuevo empujón, se proyectaba hasta la nuca, donde hacía nido. Desde allí se dejaba caer, silenciosa, hacia la plataforma de los hombros y, como si de un tobogán se tratase, se deslizaba por los brazos hasta la punta de los dedos.

Se abandonó al descanso durante un buen rato. Desde la cocina llegaba un lejano rumor de conversación entre ollas, platos y demás utensilios de batalla. Manuel danzaba por allí, todavía le quedaban fuerzas para mantenerse en pie: era un maniático del orden y la limpieza, la poderosa bestia del cansancio no lograba abatirle jamás. Su cocina era lugar sagrado y… ¡ay! de quien osase entrometerse en su reinado. Se comportaba como un padre, protector y celoso, con sus creaciones. De su taller salían sabores y olores únicos, potentes, sublimes, sensuales, provocadores, atrevidos, golosos… todas sus obras eran fiel reflejo de su personalidad. Así era Manuel: exuberante, arrollador e imprevisible.

Desde el primer día que se conocieron una intensa atracción la empujaba hacia él y, con el tiempo, el  magnetismo que Manuel había ido tejiendo dentro de ella la había atrapado como una araña a su presa. No le preocupaba, no; aceptaba de buen grado la situación. Seguramente no era la ideal ni la que hubiese escogido de haber podido elegir; pero, actualmente, su vida era mucho menos infeliz que antes de conocer a Manuel. Y eso ya era bastante más de lo que había tenido en años.

Separó la cabeza de la pared, abrió los ojos, secó los pies con una toalla y se puso las sandalias.

-¿Nos vamos? –preguntó él.
-Sí.
-Pero… -dudó unos segundos antes de proseguir -olvidé decirte que Mario ha cancelado su viaje y se quedará unos días más –concluyó, evitando encontrarse con su mirada.

Contrariada torció el gesto, y sin decir nada, abrió la puerta que daba a la calle y salió. Unos días más, pensó: ¿cuánto es eso? ¿dos, tres, siete, quince…?
Apenas cruzaron palabra durante el trayecto de regreso a casa, se guardaron muy bien de expresar en voz alta lo que estaban pensando por temor a herir al otro. Él, la quería; ella, estaba enamorada de él.
Un sonriente Mario les abrió la puerta y depositó un cálido beso en su cuello. Ella le devolvió la sonrisa, conocía muy bien el significado de aquel gesto, era mucho más que un recibimiento, sí. La estaba invitando a participar, una vez más, una de tantas.

Sus pasos la condujeron hacia el dormitorio. Así se iniciaba el ritual. Lo que había comenzado como un juego formaba ya parte de su vida, de sus vidas, muy a su pesar, al de ella.
Desde donde estaba podía ver perfectamente la escena: su papel, de momento, era de espectadora. Ya no la consumían los celos como al principio de su relación, aceptaba que tendría que compartir sexualmente a Manuel con otros hombres. Hoy era Mario, mañana... ¿quién sabe? ¿Qué importaban unos pocos días al lado de los muchos que ella le tenía en exclusiva? La quería, lo sentía, recibía muestras de su cariño a diario. No era amor, lo sabía, pero sentirse querida por él aportaba más a su vida que todo el amor que otros hombres juraban haberle profesado y que no le habían sabido o querido demostrar.

Mario y Manuel se besaban con frenesí, las manos de ambos exploraban sin miramientos el cuerpo del otro, al tiempo que sus prendas de ropa caían al suelo súbitamente.
No pudo evitar excitarse ante aquella visión, una oleada de calor se concentró en su epicentro, ascendió por la espalda y picoteó furiosa en su nuca.
Mario se giró y se posicionó detrás de Manuel, pegó el pecho contra su espalda y la pelvis embistió con fuerza sus nalgas. Manuel se revolvió de placer, echó los brazos hacia atrás, agarró las manos de Mario y las depositó sobre su excitado sexo; allí, obedientes y lujuriosas se pasearon con destreza por toda su geografía, provocando con su sensual danza poderosas descargas de placer que tensaban sus músculos cuales cables de acero.

El tiempo de espectadora había finalizado, abandonaba la butaca, se incorporaba a escena e interpretaba su papel. Su mirada se encontró con la de Manuel, se arrodilló frente a él y dejó que su boca se inundase con su ardiente y firme miembro. Succionó, lamió, mordisqueó, con rabioso placer y lujuria. Un mar de húmedas sensaciones regó sus ingles, su sexo aullaba de placer. Manuel se apartó de su boca, separó sus piernas y la penetró con una inusitada furia, a la par que Mario hacía lo propio con Manuel.

Sus voraces deseos fueron saciados, una vez más; unidos sus cuerpos, masticando placer y destilando pasión.
El éxtasis de Manuel moría dentro de ella, el de Mario en Manuel.
Tres.




martes, 4 de diciembre de 2012

"un orgasmo y un café"


Salió tan apresurada y absorta del ascensor que la colisión frontal fue inevitable y el desconcierto mutuo. 
Levantó la mirada con la intención de pedir disculpas, pero tan sólo logró articular un débil: “lo siento”. Unos carnosos y sensuales labios esbozaron una leve sonrisa sin pronunciar palabra alguna, el encuentro de ambas miradas convocó una intensa oleada de calor que se concentró en su espina dorsal. Fueron tan sólo unas décimas de segundo, pero suficientes para turbarla; se apartó para dejar paso al resto de la gente y prosiguió su camino, no sin antes volver la cabeza, con la no confesada esperanza de verle por última vez. Ya no estaba.

En las horas siguientes, por más que lo intentó, fue incapaz de apartar de su mente la imagen de aquella incitante boca, cuanto más se esforzaba por olvidar lo sucedido más aumentaba su deseo y su excitación; sus ingles estaban húmedas y sus labios resecos de tanto morderlos; su apetito sexual se había despertado y necesitaba ser saciado: ¡ya!, en ese preciso instante.
Pero ¿dónde…?

Como empujada por un extraño resorte buscó la cafetería más cercana y se fue directamente al baño, cerró la puerta y con ella sus ojos: evocó mentalmente aquel encuentro mientras su mano derecha se deslizaba lenta por su vientre hasta topar con su excitado clítoris. La mano izquierda se enterró en su sujetador y sus dedos acariciaron y pellizcaron hábilmente su pezón; todavía recordaba cómo y dónde tocar, después de tanto tiempo. El dedo corazón de la mano derecha comenzó a moverse en círculos, lentamente, quería disfrutar, el contacto con aquel extraño había despertado en ella pasiones dormidas, olvidadas y dadas por muertas. Deseó besar sus labios, resbalar por el contorno de su carne, que sus salivas y sus lenguas se encontrasen; cuánto más pensaba en ello más se intensificaba su placer, sentía que el orgasmo pugnaba por estallar dentro de ella, pero lo frenó, deseaba disfrutar más de aquel momento. El deseo dominaba sobre la mente y comenzaba a proyectar imágenes y sensaciones como si de una película se tratase; aproximó su pelvis a la de él, y en este contacto sintió la firmeza de su miembro.


Sus dedos, empapados, respondían a unas desconocidas órdenes, ella ya no llevaba la batuta en aquella situación, se dejaba llevar. Un convulso y potente orgasmo le recordó que la bestia estaba tan sólo dormida.
Salió del baño con una contenida sonrisa de satisfacción dibujada en sus labios, se sentó a la mesa más cercana y pidió un café.