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lunes, 17 de diciembre de 2012

"antoine doinel" ~ les 400 coups ~ françois truffaut


Doinel llegaba al límite mismo del mar y después se giraba para mirar a cámara en uno de los finales más hermosos e inmisericordes de la Historia.
A partir de ahí, fue imposible olvidar que hay un Otro en la imagen. Fue imposible olvidar que su sufrimiento –un sufrimiento punzante que latía en cada uno de los fotogramas que componían el final de Los 400 golpes (Les quatre cents coupsFrançois Truffaut, 1959) – era también el nuestro. No era política. No era ideología. Era un nivel de compasión y cercanía como el cine jamás se hubiera permitido antes.
¿Cómo pudo un director, Truffaut, amar tanto y sin concesión alguna? Amarlo todo, o mejor aún, amarlo todo en las mujeres y en el cine. Amar hasta la náusea y hasta la desesperación, sin ningún tipo de empacado ornamento. La gente que consume normalmente las películas románticas que emiten por televisión durante los sábados por la noche –ya sabes, esas protagonizadas por actrices con rictus de peluche tristón, tipo Anne Hathaway- no suele soportar la saga de Antoine Doinel. No la comprenden, piensan que el cinematógrafo se trastabilla y habla de otra cosa: del trabajo, de un tipo chiflado en mitad de París, de gente que discute. Pero el amor en Truffaut retorna siempre, se atora en el lenguaje, es el zombi más hermoso del mundo. Es la mujer muerta de La habitación verde(La chambre verte, 1978). El amor es impronunciable, inefable, está en fuga perpetua.






"Corre, Antoine, corre..."