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martes, 29 de octubre de 2013

{ there is a light that never goes out } · the smiths




(...) And if a double-decker bus
Crashes into us
To die by your side
Is such a heavenly way to die
And if a ten-ton truck
Kills the both of us
To die by your side
Well, the pleasure, the privilege is mine (...)

The Smiths




{ compañeros }

#compañeros
foto: © Cártobas NicOh


Tienes ojos oscuros.
Brillos allí que oscuridad prometen.
Ah, cuán cierta es tu noche,
cuán incierta mi duda.
Miro al fondo la luz, y creo a solas.

A solas pues que existes.
Existir es vivir con ciencia a ciegas.
Pues oscura te acercas
y en mis ojos más luces
siéntense sin mirar que en ellos brillen.

No brillan, pues supieron.
saber es alentar con los ojos abiertos.
¿Dudar...? Quien duda existe. Sólo morir es ciencia.


Vicente Aleixandre





{ la cruz }



Antes de sentarse a comer descorrió las cortinas, aquel sábado había amanecido especialmente luminoso y cálido; el otoño, como un canto de cisne, estaba entregando lo mejor de su repertorio antes de la despedida. Abrió la ventana y asomándose por ella capturó una burbuja de aire, cerró los ojos y trató de adivinar su fragancia: olía a bosque, a una pizca de sal, a un puñado de tierra húmeda y a, a… ¿quemado! ¡Claro, como que se estaba quemando su comida!

Aprovechó lo comestible, y ya con el café sobre la mesa se dispuso a revisar unas fotografías que había sacado en el antiguo cementerio, que por cierto podía ver desde donde estaba sentada, contrastaban sus vetustos y abandonados muros con la cuidada iglesia parroquial.
Le gustaba el resultado, un tanto macabro y hasta sórdido, pero estaba satisfecha. Se detuvo en una de ellas, un detalle había despertado su atención, fue en busca de su lupa y la miró con detenimiento. Parecía... sí, tenía toda la pinta de ser una cruz, aunque estaba casi oculta por algunas piedras y matojos que habían crecido entre ellas. Para salir de dudas nada mejor que comprobarlo in situ.

Y dicho y hecho, apenas fueron necesarios cinco minutos para llegar hasta el lugar. Desde donde estaba ahora podía ver perfectamente la parte de atrás de su casa y la ventana tras la cual había estado sentada hasta hace poco.
Entró en el camposanto y trató de ubicar el lugar de la foto. Tardó poco en encontrarla pues recordaba perfectamente hacia dónde había enfocado su cámara.

En aquella tumba había estado enterrada doña Lola, la meiga del pueblo, muy respetada y más temida por todos los que la conocían, pues muchos habían pasado por su casa para invocar su ayuda, bien para expulsar el mal de los cuerpos, limpiar casas de malos espíritus o curar "el mal de ojo”. Rezaba la leyenda que siendo ya una anciana cayó gravemente enferma, tanto miedo inspiraba al vecindario que nadie quería cuidarla, les aterrorizaba llegar a escuchar alguna fatídica predicción de su boca. Tan solo una persona se atrevió a tal hazaña, y, de ser verdad el cuento, habría sido un antepasado suyo, por parte de familia paterna. Julia, era su nombre. Ella la había atendido hasta el fin de sus días.
Y esta es la historia a grandes rasgos. La que actualmente circula por el pueblo cuando su nombre es mentado.

Se agachó sobre el lugar que aparecía en la foto, y, efectivamente, allí estaba, semioculta, la cruz. No era pequeña, pues apenas cabía en la palma de su mano, y algo pesada. Estaba invadida por la tierra, hierbas y musgo, a saber cuántos años habría estado así, a la intemperie. Se quitó una de las dos camisetas que llevaba puestas y la utilizó de improvisado trapo para retirar lo que tenía adherido y, luego, de envoltorio. La introdujo en su bolso y abandonó el lugar; antes de partir arrancó una flor silvestre y la depositó donde había encontrado la cruz. Si alguien le hubiese preguntado por qué lo había hecho no sabría qué responder, porque ni ella misma lo sabía. Había actuado por puro instinto.

Al llegar a su casa la limpió cuidadosamente, ahora sí lucía en todo su esplendor, era realmente hermosa, sobrecogedora. Casi, casi, inspiraba algo de temor. El lunes se la llevaría a su amigo Manuel, estudioso y experto en este tipo de materias. Sabía que le encantaba todo lo relacionado con lo paranormal y esotérico. Disfrutaría de lo lindo, seguro.

Y llegó el lunes, el final de su jornada laboral se había extendido más de lo acostumbrado, apenas faltaban diez minutos para las diez de la noche. Y nunca mejor dicho, noche, pues ya había anochecido hacía un buen rato. Llegaba tarde a su cita con Manuel. Soltó un improperio y cerró malhumorada la puerta de su despacho. Se metió en el ascensor y bajó hasta el parking. Apenas ya quedaba gente en el edificio, todas las plantas estaban dedicadas a oficinas y la gran mayoría abandonaba el lugar entre las ocho y las nueve.

Iba camino de su coche cuando de pronto, sin saber de dónde ni cómo, apareció un hombre con una gran navaja en una de sus manos, amenazándola de muerte si no le entregaba ya mismo las llaves del coche, el dinero y las tarjetas de crédito. El susto le hizo retroceder unos pasos y enmudeció de miedo. Hizo ademán de abrir el bolso, mas su verdadera intención fue echarse encima de él y empujarle con todas sus fuerzas para luego echar a correr hacia el ascensor, que todavía seguía allí. Lo había visto de reojo antes de tomar esa decisión.
La jugada le salió mal, el tipo adivinó sus intenciones y levantó la navaja para hundírsela en el pecho. El bolso hizo de parapeto, el mortal metal se introdujo con gran facilidad en su interior, como cuchillo en la mantequilla, mas allí finalizó su recorrido al tropezar contra un muro: la cruz que se albergaba dentro. Un alarido de dolor salió despavorido de la garganta del ladrón, su muñeca casi se había partido y se dobló sobre sí mismo gimiendo. Aprovechó ella para correr hacia el ascensor, estaba a punto de entrar cuando sintió un fuerte golpe en las costillas, la había alcanzado, el muy cabrón no se daba por vencido. Se giró hacia él, allí le tenía de nuevo, frente a ella, con la fría muerte paseando y presionando sobre su cuello, a punto de hacer mella en su carne.

-¡Dame todo lo que tengas de valor dentro de ese puto bolso, zorra hija de puta! -ordenó amenazador y cabreado el tipo.

Sin apartar la vista de su cara, introdujo la mano derecha en el bolso, buscó la cartera y bajo la palma de su mano sintió la firmeza de la cruz. No se lo pensó dos veces, la agarró bien fuerte, y con todas sus fuerzas la levantó y dirigió hacia su garganta, donde la incrustó sin vacilar. La mirada amenazante dio paso a la sorpresa, que se dibujó sobre el rostro: clara y precisa. Cayó como un fardo y al momento, una oscura mancha se dibujó bajo su cuerpo.
Agotada se dejó caer al suelo y se quedó así, sentada durante un buen rato. No podía dar crédito a todo lo que había sucedido y mucho menos a su comportamiento, era como si otra persona hubiese actuado por ella.

La cruz, ahora ensangrentada, seguía aferrada a su mano, sí, así mismo era, porque había sido ella la que había tomado las riendas de la situación, como si tuviese vida propia había decidido qué hacer y cómo.

Se acordó de Lola, la meiga, y le dio las gracias. Los pétalos caídos de la flor que había depositado sobre su tumba dibujaron sobre el suelo una cruz. 



Cártobas NicOh




lunes, 28 de octubre de 2013

#mujeres que corren con los lobos



"Un cuerpo que ha vivido mucho tiempo acumula escombros. Es algo inevitable. Pero si una mujer regresa a la naturaleza instintiva en lugar de hundirse en la amargura, revivirá y renacerá. Cada año nacen lobeznos. Suelen ser unas criaturitas de ojos adormilados con el oscuro pelaje cubierto de tierra y paja que no paran de gimotear, pero que inmediatamente espabilan y se muestran juguetonas y encantadoras Y sólo quieren estar cerca y recibir mimos. Quieren jugar, quieren crecer. La mujer que regresa a la naturaleza instintiva y creativa volverá a la vida. Sentirá deseos de jugar. Seguirá queriendo crecer tanto en profundidad como en anchura. Pero primero ha de tener lugar una purificación."


Clarissa Pinkola Estés




#el idiota • fiódor dostoyevski

#max ernst

«¿Y qué, si esto es enfermedad?
¿Qué importa que se trate de una tensión anormal si su resultado,
tal como lo considero y analizo cuando vuelvo a mi estado corriente,
contiene armonía y belleza en el máximo grado,
y si en ese minuto experimento una sensación inaudita,
insospechada hasta entonces, de plenitud, de ritmo, de paz,
de éxtasis devoto que me sumerge en la más alta síntesis de la vida?»

Fiódor Dostoyevski





#el vientre marino argenta su pétreo rostro

#el vientre marino argenta su pétreo rostro
foto: © Cártobas NicOh


Todo me cansa, hasta lo que no me cansa. Mi alegría 
es tan dolorosa como mi dolor. 

Quien me diera ser un niño poniendo barcos de papel 
en un estanque de la quinta, con un dosel rústico de 
redes de parral poniendo ajedreces de luz y sombra 
verde en los reflejos sombríos de la poco agua. 

Entre yo y la vida hay un vidrio tenue. Por más nítidamente 
que yo vea y comprenda la vida, yo no la puedo tocar. 

¿Razonar mi tristeza? ¿para qué si el raciocinio es 
un esfuerzo? y quien está triste no puede esforzarse. 

Ni siquiera abdico de aquellos gestos banales de la 
vida de los que yo tanto querría abdicar. Abdicar es 
un esfuerzo, y yo no poseo el alma con que esforzarme. 

¡Cuántas veces me aflige no ser el accionador de aquel 
coche, el conductor de aquel tren! ¡cualquier banal Otro 
supuesto cuya vida, por no ser mía, deliciosamente me 
penetra para que yo la quiera y se me finge ajena! 

Yo no tendría el horror a la vida como a una Cosa. 
La noción de la vida como un Todo no me aplastaría 
los hombros del pensamiento. 

Mis sueños son un refugio estúpido, como un 
paraguas contra un rayo. 

Soy tan inerte, tan pobrecito, tan falto de gestos y de 
actos. 

Por más que por mí me interne, todos los atajos de 
mi sueño van a dar a claridades de angustia. 

Incluyo yo, el que sueña tanto, tengo intervalos en los 
que el sueño me huye. Entonces las cosas me parecen 
nítidas. Se desvanece la neblina en la que me cerco. 
Y todas las aristas visibles hieren la carne de mi alma. 
Todas las durezas miradas me duele saberlas durezas. 
Todos los pesos visibles de objetos me pesan por 
dentro del alma. 

La (mi) vida es como si me golpeasen con ella.


Fernando Pessoa





domingo, 27 de octubre de 2013

#una larga espera



Una ráfaga de viento empujó con fuerza la entreabierta ventana y la madera gimió al golpearse contra la pared. Aquel sonido sordo y seco hizo que se despertara sobresaltada. Se incorporó sobre la cama, y al comprobar la causa se sintió menos inquieta. El aire, invasor, era cálido y espeso, anunciaba tormenta y lluvia. Descalza se dirigió hacia la ventana para cerrarla, estaba a punto de encajar ambas hojas cuando el silencio se rompió con un leve quejido que semejaba un llanto. Se detuvo y agudizó el oído, tal vez fuese imaginación suya o el maullar de algún gato callejero. Pero no, no, alguien estaba llorando bajo su ventana, ahora estaba segura.

Se asomó, mas no vio a nadie. El voladizo que sobresalía de la pared, sobre la puerta de salida hacia la playa, ocultaba su identidad. Se aventuró a preguntar: “¿quién está ahí?, ¿hay alguien?”, no recibió respuesta alguna.


Agarró el chal que había dejado sobre la mecedora, se cubrió con él y se encaminó hacia la puerta. El miedo soplaba en su nuca, sentía su gélido aliento; aun así descorrió los cerrojos de la puerta y, con cautela, la abrió lentamente, al tiempo que su mirada recorría con avidez el espacio que se iba mostrando ante ella, tratando de identificar alguna forma humana. Inspiró profundo y se atrevió a salir. Entornó los ojos para escudriñar el horizonte, a izquierda y derecha; y, de nuevo, nada. Dirigió entonces su mirada hacia la playa y, a lo lejos, caminando hacia el mar, la divisó. Era una mujer, e iba vestida con, lo que parecía, un blanco camisón. El viento lo agitaba con fuerza, tal parecía una nívea bandera amarrada a un mástil humano. Mascarón de proa de una nave fantasma.


Con grandes zancadas fue recortando el espacio que mediaba entre ambas. Estaba casi a su altura cuando la mujer se giró hacia ella. El rostro, oculto bajo sus manos, estaba arrasado en lágrimas. Unas apenas audibles palabras manaban de su garganta. Se acercó a ella. Le preguntó qué le pasaba, qué hacía allí a esas horas, si podía ayudarla. La mujer, sin apartar las manos del rostro y sumergida en un llanto convulso, pronunciaba sin cesar: ¡¡¡Marina... Marina, mi niña, ¿dónde estás...?!!!


No sabía qué hacer, aquella mujer no atendía a razones, estaba totalmente fuera de sí. Se giró y echó a correr hacia la casa. Llamaría por teléfono a la policía. Se detuvo en seco y se volvió a mirar hacia la playa, temía que pudiese cometer alguna locura, como adentrarse en el mar y ahogarse. Sus pies se petrificaron sobre la húmeda y apelmazada arena ¡Ya no estaba, había desaparecido! Se adentró desesperada en el mar buscando la figura blanca. Era del todo imposible que la mujer pudiese haberse ahogado en los apenas cinco segundos que había tardado ella en girarse. No podía dar crédito a lo que estaba sucediendo. 


Se lanzó como una posesa a por el teléfono. La policía se presentó en el lugar. Dos embarcaciones peinaron la zona hasta bien entrado el amanecer. Fue en balde. No hallaron rastro alguno de ser humano, ni tan siquiera algún jirón de su ropa flotando en la superficie. Nada.

Tuvo la extraña sensación, por como la miraban, que comenzaban a dudar de sus palabras, como si todo aquello hubiese sido un macabro juego urdido por su solitaria y atemorizada mente ante la poderosa tormenta que amenazaba con desatarse.

Se introdujo en la casa y se acostó. Necesitaba dormir y reposar, seguro que tras un reparador sueño su mente estaría más lúcida para enfrentarse con frialdad a lo sucedido.

Como así fue.

Sabía a quién dirigirse, allí encontraría respuestas, seguro. Cruzó la calla y caminó la distancia de tres casas más arriba de la suya. Con decisión golpeó un viejo aldabón en forma de puño amenazador, suspendido sobre una gruesa puerta de madera pintada de color verde alga.

En respuesta a su llamada se abrió cual cueva a las palabras mágicas, a través de ella asomó una menuda y aparentemente frágil anciana, que, al reconocerla, desplegó una amplia sonrisa sobre unas desnudas encías. La invitó a pasar.

Relató con detalle los acontecimientos de la noche anterior. A medida que avanzaba la historia la mirada de la anciana se tornaba sombría y sus finos labios dibujaban un desconcertante rictus sobre su rostro; asentía en silencio con la cabeza, al tiempo que sus manos se entrelazaban sobre su regazo, como buscando calor y apoyo la una sobre la otra, a modo de reflexión.

Un inquietante silencio se instaló entre ambas mujeres. La una estaba a la espera de respuestas, la otra dudando si abrir o no las puertas de la verdad.

Por fin se decidió, sí, ya era hora de hacer algo, si es que se podía. ¿Por qué no intentarlo?
Y la respuesta llegó a ella.


La mujer que viste anoche, comenzó la anciana, no era humana. Está muerta. Hará de eso casi cien años. Se ahogó en el mar con Marina, su hija de quince años. Se aparece todos los años, la misma noche que murieron ambas ahogadas, un veintitrés de agosto. Y así comenzó el relato de la historia...

Aquel verano fue caluroso hasta el martirio, y aquella noche la más tirana de todas. Madre e hija, que vivían, por cierto, en la misma casa que tú habitas, salieron para darse un baño. Ajenas a todo estuvieron largo rato jugando en la arena, por lo que no advirtieron que durante ese tiempo se habían gestado amenazadoras nubes cargadas de electricidad y poderosa lluvia. El mar, apacible hasta entonces, se removió furioso en sus entrañas ante la provocación suspendida sobre él. Marina y su madre, decidieron darse un baño, estaban sofocadas. Ambas eran buenas nadadoras y se retaron a un duelo de distancia.

Y la tormenta estalló y con ella la rebelión del mar. Y en medio de ambos contrincantes, aquellas mujeres luchaban por alcanzar la orilla. La feroz lucha que sostenían el mar y el cielo las devoró a las dos. A Marina nunca la encontraron y el cadáver de su madre fue hallado sobre unas rocas a la mañana siguiente. Su larga melena estaba atrapada entre ellas cual oscura alfombra de algas mecida con sensualidad por la corriente marina.

Desde entonces vaga por la orilla del mar en busca de su hija; hasta que la encuentre, hasta que se encuentren, no descansarán en paz. Ninguna de las dos.
Abandonó la casa de la anciana. Ahora tan solo tenía que esperar paciente a que transcurriese el tiempo. Y los días cayeron, uno tras otro; las estaciones duraron lo que tardaba la siguiente en aparecer.


Una vez más era veintitrés de agosto, y de nuevo la noche, como venía sucediendo cada año, tejía la batalla que se desataría entre el mar y el cielo.

Salió de casa y encaminó sus pasos hacia la playa, firmes, con decisión; como si desfilara por una pasarela de arena.

Llegó hasta la orilla, se detuvo para sentir cómo el mar besaba sus dedos y luego prosiguió su camino, hacia adelante, hacia su interior.
Cuando ya no tocaba fondo extendió sus brazos y comenzó a nadar. Los elementos no tardaron en liberar toda su furia contenida. Fue entonces cuando se giró hacia tierra y comenzó a nadar hacia allí. Faltaba poco, sí, estaba a punto de llegar, lo conseguiría. El mar la arrastraba hacia atrás, el mismo mar que había besado sus pies ahora quería devorarla, quería besar su alma.

Divisó entonces la blanca figura de una mujer. Empleó en un último esfuerzo todas sus fuerzas, se irguió todo lo que pudo sobre la superficie y pronunció una frase, la respuesta a una eterna llamada: “¡mamá, estoy aquí! ¡ven!”

La mujer que estaba en la orilla la vio y sin vacilar se lanzó a las fauces de aquel mar que rugía salvaje cual predador hambriento. Nadó con decisión hasta donde estaba, y cuando estaba a punto de hundirse, la mujer se abrazó a ella con una fuerza inusitada y se abandonó a la mortal caricia que las engullía. Dulce rendición.


La larga espera había tocado a su fin.


                                                                                                                               Cártobas NicOh



sábado, 26 de octubre de 2013

#tu nombre es sueño



no hace falta que me digáis eso de que perdéis la cabeza
por eso de que sus caderas...

ya sé de sobra que tiene esa sonrisa
y esas maneras
y todo el remolino que forma en cada paso de gesto que da.

pero, además la he visto seria ser ella misma
y en serio que eso no se puede escribir en un poema.

por eso, eso que me cuentas de que mírala cómo bebe las cervezas,
y cómo se revuelve sobre las baldosas
y qué fácil parece a veces enamorarse.

todo eso de que ella puede llegar a ser es puto único motivo
de seguir vivo y a la mierda con la autodestrucción...

todo eso de que los besos de ciertas bocas saben mejor es un cuento que me sé desde el día
que me dio dos besos y me dijo su nombre.

pero no sabes lo que es caer desde un precipicio y que ella aparezca de golpe y de frente
para decirte, venga, hazte y un peta y me lo cuentas.

no sabes lo que es despertarse y que ella se retuerza y bostece,
luego te abrace,
y luego no sepas cómo deshacerte de todo el mundo.

así que, supondrás que yo soy el primero que entiende
el que pierdas la cabeza por sus piernas
y el sentido por sus palabras
y los huevos por un mínimo roce de su mejilla.

que las suspicacias,
los disimulos cuando su culo pasa,
las incomodidades de orgullo que pueda provocarte
son algo con lo que ya cuento.

quiero decir que a mí de versos no me tienes que decir nada,
que hace tiempo que escribo los míos.

que yo también la veo,
que cuando ella cruza por debajo del cielo solo el tonto mira al cielo.

que sé cómo agacha la cabeza, levanta la mirada y se muerde el labio superior.

que conozco su voz en formativo susurro
y formativo gemido
y en formato secreto.

que me sé sus cicatrices
y el sitio que la tienes que tocar en el este de su pie izquierdo para conseguir que se ría,
y me sé lo de sus rodillas y la forma de rozar las cuerdas de una guitarra.

que yo también he memorizado su número de teléfono
pero también el número de sus escalones
y el número de veces que afina las cuerdas antes de ahorcarse por bulerías.

que no solo conozco su última pesadilla,
también las mil anteriores,
y yo sí que no tengo cojones a decirle que no a nada
porque tengo más deudas con su espalda
de las que nadie tendrá jamás con la luna (y mira que hay tontos enamorados en este mundo).

que sé la cara que pone cuando se deja ser completamente ella,
rendida a ese puto milagro que supone que exista.

que la he visto volar por encima de poetas que valían mucho más que estos dedos,
y la he visto formar un charco de arena rompiendo todos los relojes que le puso el camino,
y la he visto hacerle competencia a cualquier amanecer por la ventana: no me hablen de paisajes
si no han visto su cuerpo.

que lo de "mira sí, un polvo es un polvo",
y eso del tesoro pintado de rojo sobre sus uñas
y solo los sueños pueden posarse sobre las cinco letras de su nombre.

que te entiendo.
que yo escribo sobre lo mismo.
sobre las misma.

que razones tenemos todos.

pero yo
muchas más que vosotros.


De alguien pretérito que compuso
y me regaló este poema-canción.




#sueño para el invierno · arthur rimbaud



En el invierno iremos en un vagoncito rosa
con almohadones azules.
Estaremos bien. Un nido de besos locos reposa
en cada una de las blandas esquinas.

Cerrarás los ojos para no ver a través del cristal
hacer señas las sombras de la noche;
esas ariscas monstruosidades, populacho 
de negros lobos y negros demonios. 

Después sentirás tu mejilla rozada.
Un leve beso, como una loca araña,
te correrá por el cuello.

Y me dirás: «Busca», inclinando la cabeza;
y dedicaremos nuestro tiempo a encontrar 
ese animalito que viaja mucho.

Arthur Rimbaud




viernes, 25 de octubre de 2013

#soy un gato



«Soy un gato, aunque todavía no tengo nombre. No sé dónde nací. Lo primero que recuerdo es que estaba en un lugar umbrío y húmedo, donde me pasaba el día maullando sin parar. Fue en ese oscuro lugar donde por primera vez tuve ocasión de poner mis ojos sobre un espécimen de la raza humana. Según pude saber más tarde, se trataba de un ejemplar de lo más perverso, un shoshei, uno de esos estudiantes que suelen realizar pequeñas tareas en las casas a cambio de comida y de alojamiento. En algún sitio he escuchado incluso que, en ocasiones, esos crueles individuos nos dan caza y nos guisan, y luego se nos zampan. Aunque he de decir que, debido quizás a mi ignorancia y a mi poca edad, no sentí nada de miedo cuando lo vi. Simplemente noté que el shoshei en cuestión me levantaba por los aires en la palma de su mano, y que yo me sentía flotar. Una vez me acostumbre a esta novedosa perspectiva, tuve ocasión de estudiar tranquilamente su rostro. El sentimiento de extrañeza todavía permanece en mí hoy en día. En primer lugar hablaré de su cara: por lo que yo sabía, las caras de todo bicho viviente suelen estar cubiertas de pelo. Sin embargo, la suya estaba lisa y pulida como la superficie de una tetera. He conocido a lo largo de mi vida a muchos gatos, de orígenes diferentes, pero ninguno tenía una deformidad como la de ese tipo. Pero no sólo era eso. Había más. El centro de su rostro estaba ocupado por una enorme protuberancia, con dos agujeros en medio por los que, de vez en cuando, emanaban pequeños penachos de humo; algo que consideré ciertamente sofocante y fastidioso. Durante un rato me sentí enfermar por causa de esas asfixiantes exhalaciones. Ha sido sólo recientemente cuando he aprendido que aquel humo era producido por el tabaco, una cosa que, por lo visto, a los humanos les pirra.»

Natsume Soseki



#la capilla

#luz divina
foto: © Cártobas NicOh

Desde hacía un año era el responsable de la pequeña “Capilla del Santísimo” que se albergaba en la basílica. Faltaban ya pocos meses para su ordenación como sacerdote. Se sentía feliz y, a la vez, nervioso por la cercanía de este acontecimiento.

Lo que no sabía es que la vida estaba a punto de someterle a una dura prueba.
Aquel sábado, cercana la hora del cierre, reparó en la figura de una mujer que estaba sentada en el banco de la segunda fila, a la derecha del altar.
Arrimada a la esquina que daba al pasillo, casi hecha un ovillo sobre sí misma, apenas levantaba la cabeza durante el tiempo que permanecía allí dentro.
Pasada casi una hora, y antes de salir, se ponía unas oscuras gafas de sol y salía tan silenciosa como había entrado.

Y durante los tres meses siguientes la mujer no faltó a su cita. Siempre a la misma hora, en el mismo solitario lugar y adoptando la misma postura silente.
Lo que al principio nació como curiosidad con el tiempo se fue transformando. Se engañaba a sí mismo pensando que era puro interés cristiano lo que le movía a estar allí puntual cada sábado, a la misma hora que sabía ella llegaría. Nunca le había visto el rostro, mas presentía que los oscuros cristales de sus gafas ocultaban una profunda tristeza.

Llegó el día en que se encontró a sí mismo consumido por el fuego de la espera, contando uno tras otro los días que faltaban para volver a verla. Las semanas se hacían eternas, parecían meses, años. Las noches eran un tormento para su mente, a la que acudían sin ser llamados pensamientos que tomaban forma en su cuerpo. La sangre se concentraba en su pelvis como un caballo desbocado y salvaje. La carne se hacía cada vez más fuerte y robaba terreno dentro de su ser. Pensar en ella y tocarse buscando el placer era todo uno.

Todo su mundo, sus creencias, su fe, se estaban desvaneciendo como una cortina de humo. ¿Qué le estaba sucediendo? ¿cómo luchar contra lo desconocido? ¿cómo vencer lo que parecía invencible?

El tormento crecía en la misma medida que el deseo. No sabía si estaba pecando, porque él no había fomentado ese sentimiento, ¿cómo sentirse pecador de algo no buscado ni propiciado? Y aun así sabía que estaba cometiendo pecado por sentir lo que sentía.
¡Dios! ¿qué me está sucediendo y por qué?, se preguntaba. Y rezaba, rezaba pidiendo fuerzas a Dios para poder soportar y resistir. Mas sus oraciones parecían no ser escuchadas. Allí, dentro de él, permanecía aquel fuego que, lejos de apagarse, cada día crecía y se alimentaba con la necesidad de volver a verla.

Llegó el sábado en que decidió adentrarse en su infierno para luchar contra el demonio de la carne. Vencer o morir. No podía ser de otra forma.
Puntual como siempre, y el mismo sitio, allí estaba. Ahora la miraba con otros ojos, se fijó en su ropa, su cuerpo, su cabello. Se dio cuenta de que la miraba como hombre y no como alguien que estaba a punto de ser sacerdote.

No supo cómo lo hizo pero se encontró sentado detrás de ella. Se desplazó hacia el lado derecho del banco para poder mirarla mejor. Tenía un perfil grave. En un momento que alzó la cabeza hacia el altar pudo comprobar cuánta tristeza destilaba su mirada.
Sus manos, apoyadas la una sobre la otra, se daban calor y apoyo; tal vez el que ella no tenía.

Se levantó, y, como siempre hacía, se puso las gafas, recogió su bolso y se encaminó hacia la salida. Absorta en sus pensamientos no advirtió su presencia.

Sin pensarlo dos veces, corrió hacia el altar, se quitó la sotana, la ocultó tras una columna y salió en su busca. Sabía que salía siempre por una de las puertas laterales de la basílica y hacia allí dirigió sus pasos. Salió al exterior, bajó apresuradamente las escaleras al tiempo que la buscaba con la mirada. Caminaba calle arriba, hacia la avenida principal.

Se dejó estar a una distancia prudencial, estaba tranquilo pues sabía que no corría peligro de ser descubierto. Al menos, no por ella.
Entró en una cafetería y se sentó al fondo, a una mesa que estaba arrimada a la pared.
Él hizo lo propio, pero justo enfrente.

Fingiendo mirar la carta, desvió la mirada hacia su mesa. Oyó cómo pedía un café al camarero. Él, también, pidió lo mismo.
Ahora, o nunca; se dijo. Se levantó y, con paso firme, fue donde ella estaba.

-¿Puedo invitarla? –las palabras salieron solas, casi sin pedir permiso.

Ella levantó la mirada hacia él. Sorprendida por la invitación, la educación y formas de aquel muchacho no pudo por menos que sonreír y aceptar con una inclinación de cabeza.
Arrimó una silla a la mesa y se sentó a su lado. Y tras la silla vinieron horas y horas de conversación, y tras la conversación la inevitable salida del local.

- Me gustas –pronunció ella.
- Y tú a mí.

Y en la cama de la habitación de un hotel cercano él conoció el sabor de la carne y encontró respuestas a preguntas que hasta ese día le habían atormentado.
Tras la columna del altar se quedó para siempre la sotana.

Cártobas NicOh