Anoche, mi último pensamiento consciente fue para Maio. Hoy tenía una cita, una cita a ciegas con él. Estaba algo inquieta. No sabía si le agradaría. Me desperté temprano, más que de costumbre en fin de semana. Y con el pulso algo acelerado, hacia el lugar acordado encaminé mis pasos. No tardé mucho. La ilusión hace milagros. Allí estaba: silencioso y discreto. Ni le vi cuando entré. Me giré hacia una esquina, pronuncié su nombre, nuestras miradas se encontraron y en sus ojos vislumbré un pedazo de universo. Me saludó con una elegancia que reconocí, pero ya no recordaba. Después de un breve paseo ante el edificio de CaixaForum nos dirigimos hacia el parque de El Retiro. Tres maravillosas horas de conversación silenciosa, en las que hablé yo más que él.
En un momento en que el sol decidió asomar entre las nubes, nos sentamos sobre un solitario banco de madera (cerca de El Palacio de Cristal). Allí le hablé de la magia de Lucky, de la locura maravillosa de Tasio y del viejuco Silvio. Uno a uno fueron apareciendo, y en su mirada sus ausencias tomaron forma durante unos segundos. Sonreí, me sonrió, y unas cálidas lágrimas de nostalgia asomaron a mis ojos. Nos levantamos y proseguimos nuestra caminata. ¡Qué extrañas formas tiene la vida de conceder nuestros deseos! Todo llega, todo es cíclico y se repite. Pero siempre lo hace de la forma más insospechada.
Maio ha sido un regalo de la vida. Un regalo que es un caramelo de toffee y leche. Porque así es el color de su pelo.
Ah, olvidé deciros que Maio es un perro, un precioso jack russell. Maio, en español, es Mayo, como el mes. El mismo que el de las flores.
Gracias, Maio, por esta inolvidable mañana de sábado. En vosotros, los perros, siempre me reconozco y me encuentro. Por momentos como el de hoy merece la pena seguir viviendo, sin duda.
"Me inclino ante el recuerdo, ante el recuerdo de cada ser humano. Y no oculto la aversión que siento ante todos los que se toman la libertad de intervenir quirúrgicamente en los recuerdos, hasta que se parezcan a los recuerdos de los demás."
"Son mis ilusiones infantiles las que todavía me hacen decir si percibo una fisura en la coraza de un hombre: no todo está perdido, hace falta poco para hacer palpitar a ese corazón detenido."
patrimonio de vidas bohemias colchón de creatividad reducto of lost souls navega la música color mar de plata, rotating crazy lamp close the door el forastero shure dust tras de sí amaría a maría smoking sin jugar al ajedrez jaque y mate y remate mesmerizing on the chair peppers a la criolla in the hot TV, 17000 kilows nada es lo que parece y, sin embargo, sometimes, indakichen suena un viejo y sucio teléfono nadie responde en HOTeLIA only the lonely, subterranean john sick alguien Arigashi Lapapusa, (el calefón).
En un lugar solitario tejo mi tiempo con las agujas del reloj de la soledad.
Las petulantes flores de la lejanía acarician las palmas de unas agrietadas manos que lloran frágiles recuerdos. Jirones de uñas se aferran con descarnada desesperación al nacarado racimo de la vida. Duele la soledad, asfixia la lejanía, destruye el olvido; apocalípticos jinetes que cabalgan sin remordimientos por los recónditos e infinitos parajes del alma, dejando a su paso los recuerdos llenos de cadáveres.
Allí, una lengua de polvo lame con premura y voluptuosidad las débiles ruinas de un reino desolado, bajo las que, aún, late vida. Una vida que, tejiendo el día sobre la noche, lucha y empuja con inusitada fuerza para no diluirse en tan mortal caricia. Como un rumor convoca a la lluvia, que convierte en lodo al polvo, lo envuelve con un manto que arrastra y hunde en lo más profundo de la oscura ciénaga de la desmemoria.
Se sabe vencedora, y, entonces, asoma el rostro, sonríe, tiende su mano e invita a caminar con ella, de nuevo, una vez más, ¿por qué no…? Caminemos, pues, tantas vidas como tengan que ser caminadas, vivamos tantas vidas como tengan que ser vividas. No se puede perder lo que no se tiene; custodia y cuida lo que tienes: tú.
Déjate querer, que el amor no se pudra dentro del estómago.
en el océano de su voz, desnuda sus instintos y se pasea insolente
por el vértice de su sexo. El cuerpo es cámara secreta de díscolos pensamientos que acuden sin ser llamados y que con desafiante impudicia tejen una fina red sicalíptica.
Se dio cuenta de que estaba enamorado de ella cuando, por primera vez en seis meses, no acudió a su cita semanal. Era viernes, a punto de concluir su jornada laboral, y ella no había aparecido. Cerró por un momento los ojos y la trajo consigo, tal y como la recordaba. Llegaba siempre con mucha prisa, elegía las flores sin vacilar, siempre diferentes, pagaba y se iba como había entrado, como una exhalación. Al principio le pareció un tanto petulante, pues apenas atendía sugerencias, en realidad no escuchaba; con el tiempo se acostumbró a sus maneras, llegando incluso a despertar cierta simpatía e inusitada atracción en él.
¿Regresaría a la semana siguiente? ¿se habría mudado de ciudad? ¿habría cambiado de floristería?, un rosario de preguntas se agolpaba en su cabeza queriendo encontrar respuesta, mas el silencio fue todo lo que pudo devolverles, de momento.
Y llegó el turno del siguiente viernes, y tampoco apareció. Cuanto más espacio devoraba su ausencia, más se instalaba la nostalgia y la tristeza en su corazón, la echaba de menos, sí. Anhelaba su presencia; que, aunque breve, era tan intensa que arrasaba todo a su paso como un vendaval.
Descorazonado, un viernes más, cerró la verja de la tienda y, sin rumbo fijo, dejó que sus pies le condujesen calle abajo. La noche se estrenaba y el trasiego de gente se intensificaba en algunas zonas, como bares y restaurantes. Comenzaba el fin de semana y con él venían de la mano, en un gran manojo, horas cargadas de intensas sensaciones, placeres y goces.
Estaba a punto de cruzar en un semáforo cuando, de repente, la vio. Era ella, no había ninguna duda. Caminaba delante de él, a escasos metros. Casi podía tocarla, cual flor silvestre, cercana pero inalcanzable, porque así la veía, indómita e inaccesible. No pudo reprimir una placentera punzada de regocijo al comprobar que estaba sola.
Se dejó estar a su espalda y siguió sus pasos. Ella continuaba recto, en dirección al mar. De repente, aminoró el paso, giró a la izquierda y se dirigió al encuentro de un joven que la estaba esperando. Él se detuvo, era preciso guardar una prudente distancia para que no advirtiesen su presencia, si ella le reconocía se abriría el mundo bajo sus pies y se hundiría en el abismo de la vergüenza.
Se fundieron en un cálido y sensual abrazo, la boca de él fue en busca de la de ella, se encontraron y allí se perdieron ambos, entre salobres fluidos y placeres en busca de ser saciados. La envidia o los celos, desplegando su fétido aroma, le incitaron a que fuese zarza que ahoga hermosas flores con sus espinas. Se dejó estar, su papel era de espectador, no de protagonista. Por cada mirada que ella le dedicaba a él, por cada intercambio de caricias, en su interior se iba enredando una oscura y retorcida pasión, inyectada de veneno.
La madrugada comenzó a salpicar el lienzo de la cúpula celestial, puntual mensajera del nuevo día que estaba por llegar. Era hora de regresar a casa, la nostalgia cedía el paso a la esperanza, había descubierto el jardín de sus días y sus noches, su hogar. Ya no era necesario que ella fuese a buscar los ramos a su tienda, él se los dejaría a la puerta de su casa. Puntual, cada viernes, como siempre había venido siendo hasta no hace mucho. Si lograba despertar su atención, tal vez se fijase en él, tal vez podría llegar a…, oh… si eso llegase a ocurrir, sería el hombre más feliz sobre la faz de una fértil tierra. Y la semana transcurrió insólitamente lenta, se aferraba a los días cual hiedra a la pared para subsistir.
Y llegó el día esperado. Preparó con mimo y esmero un ramo especial, de los que sabía a ella le fascinaban. Ufano y satisfecho ante la visión de su obra, ahora tan solo restaba entregarlo. Veinte minutos de camino, tiempo necesario para que ahora se hallase frente a la puerta de su casa. Dudó unos instantes antes de pulsar el timbre. Se decidió. Ya no había marcha atrás. Al cabo de unos segundos oyó su voz a través del interfono. Preguntaba quién era. Él le respondió que traía unas flores y que se las dejaba en…, no pudo finalizar la frase; ella le interrumpió a bocajarro preguntando: “¿Es mi ramo de novia…?” Un débil “sí” se proyectó hacia el exterior sin pedir permiso, y a continuación oyó un clic en el portón de entrada. Le había abierto y le estaba invitando a pasar, a entrar en su vida, en su casa, en su espacio...
Se decidió a traspasar la frontera, cerró la puerta tras de sí y caminó lenta y pesadamente hacia la entrada de la casa. Un frondoso y cuidado jardín la circundaba, y hasta él llegó un tímido y dulzón aroma de jazmín, aspiró profundo y se deleitó en sus notas.
El lazo de esparto que anudaba el ramo ya no ocupaba su lugar, ahora se enredaba sibilino entre los dedos de una de sus manos cual mortal trepadora ansiosa por enroscarse en el sol con las hojas. A la derecha un anciano y solmene olivo protegía con su mayestática presencia el acceso al porche de la casa. Impresionado por su belleza giró la cabeza para admirarlo a su paso. Entonces algo sucedió, algo petrificó sus pies al suelo impidiéndole proseguir su camino, como si de repente ambos hubiesen echado profundas raíces bajo la tierra. Apenas tuvo tiempo de ver cómo el tronco del árbol se abría en dos gruesas compuertas ante su incrédula mirada, un fuerte empujón lo dirigió con acertada puntería hacia aquella oscura y profunda garganta que se había manifestado ante sus ojos. Fue engullido sin ninguna compasión ni remordimiento. Y así como el tronco se abrió, de la misma manera se cerró, imperceptible.
Ella salió al jardín para recibir al mensajero y recoger su ramo de novia, mas lo único que halló fue uno de sus ramos favoritos a los pies del viejo olivo. Lo recogió, ladeó la cabeza y, frunciendo el ceño, le dirigió una miraba que se paseaba entre la extrañeza y el desconcierto; aquel ramo, desde luego, no era el de novia, sino uno de sus ramos de los viernes. ¡Estos mensajeros...! ¡siempre con prisas!, se quejó en voz alta.
Antes de entrar, pasó la mano a modo de sutil caricia por el tronco de su viejo amigo. Las ramas se mecieron y, al rozarse entre ellas, emitieron un débil susurro de felicidad.
A la montaña he subido, satisfecho el corazón. En su amplitud, desde allí, puede verse la ciudad: un purgatorio, un infierno, burdel, hospital, prisión.
Florece como una flor allí toda enormidad. Tú ya sabes, ¡oh Satán, patrón de mi alma afligida, que yo no subí a verter lágrimas de vanidad.
Como el viejo libertino busca a la vieja querida, busqué a la enorme ramera que me embriaga como un vino, que con su encanto infernal rejuvenece mi vida.
Ya entre las sábanas duermas de tu lecho matutino, de pesadez, de catarro, de sombra, o ya te engalanes con los velos de la tarde recamados de oro fino.
Te amo, capital infame. Vosotras, ¡oh cortesanas!, y vosotros, ¡oh bandidos!, brindáis a veces placeres que nunca comprende el necio vulgo de gentes profanas.